Los viernes por la noche el trafico es difícil. Se dan embotellamientos terribles.
Había terminado mi horario de trabajo y me dirigía a mi casa en la parte norte de la ciudad. Siete o siete y media, metido en un mar de carros, angustiado por el estrés, motores y bocinazos. Mi carro es uno de esos japoneses, pequeños pero cómodos, llevo la radio encendida y los vidrios altos –en esta ciudad el índice de asaltos y muertes es alto-.
Hoy me sentía hastiado y desesperado. El trabajo nada bien, mi mujer que me había llamado recordándome que estaba enferma de su flema y sus ataques de asma. Era un día de pesimismo, las clásicas charlas motivantes del trabajo para ser los mejores, logran opuestos propósitos. Todos esos dichos e historias de personajes que se levantan como el ave fénix y corren entre escombros de la vida para alcanzar éxitos y montar de la nada grandes proyectos. Más bien caes en la melancolía y por hoy, viernes, metido en este caos al norte de la ciudad, todo eso no es nada. Nada. Nada.
La radio toca música romántica que hoy no me gusta, a pesar que en tu casa dicen que eres de esos hombres sesentones detallistas y que, aun hoy en día, llevan flores a la cama y logran amor con palabras dulces.
Pero no hoy.
Encerrado en el espacio de un vehículo en medio de aquel tremendo atasco de carros que bocinan constantemente, encienden y apagan las luces, gritos y somatones de puertas, hoy es ese día que todos tenemos marcado en algún calendario borgiano de nuestra vida. Angustioso.
Me quito el saco, remango la camisa y desabrocho dos botones. Otras veces musitar una oración, cantar una canción, llevar el ritmo de una melodía te tranquiliza, pero hoy no.
A esta edad, cuando ya se pasan los sesenta por nada se te sube el azúcar y la presión arterial te palpita en la sien y eso sumado al tráfico, al calor, al empleo que parece ya no muy seguro y mi mujer enferma, a esta edad, esto no tiene ninguna gracia.
De reojo miro a la derecha y veo venir a una mujer que intenta cruzar las cuatro filas de carros. Gana toda mi atención aquella solitaria mujer. Lleva una falda oscura y por las mil experiencias de tu vida la califico de bonita. Centro mi atención en ella. Cruza dos filas de carros, vuelve su mirada hacia mí y me ve directamente. Hace un ademán con su mano y sin dejar de mirarme pasa enfrente y llega al otro lado de la carretera.
La persigo con la mirada. Es una mujer de unos treinta años, blanca, pelo suelto y con esas mirada profunda, brillante que siempre se sueñan y que nunca se olvidan. Podría perderse en un recuerdo para el futuro, pero yo no la pierdo de vista. Está al otro lado de la calle esperando un evento, recorriendo todos los carros que, lentos, comienzan a caminar. Y no quiero perder esa imagen y ese momento marcado por esa mujer solitaria.
Y yo salgo y me acerco a ella, me sonríe y la sigo, regresa sobre el tráfico, y la sigo, paso frente a mi vehículo y veo que una mujer y dos hombres golpean el vidrio hablándole al cuerpo mío que esta tendido sobre el timón. Soy ese pacífico cadáver recostado sobre su carro en medio de ese bullicio.
Dejo mi carro y mi cuerpo y me voy tras la bella mujer que me sonríe…