Muchos son los autores que -aun sin confesarlo públicamente por ese extraño pudor que a uno le invade a veces- consideran sus escritos como carne de su carne o vástagos del sentimiento. La crítica es a veces injusta, alegremente insensible, extremadamente indelicada. Pero de no existir, muchos desaprensivos aprovecharían la ignorancia de cierto público inexperto y largarían a la calle descarados plagios enmarcados en la excusa fácil de una creación coincidente. La crítica es indispensable y conveniente, pero ha de ser aquilatada y responsable.
Es preciso cuidar el lenguaje y la forma a la hora de hacer crítica, al orientar a los lectores o al opinar sobre determinada pieza. La educación debe estar por encima de todo. Conforme voy meditando sobre el asunto, más convencido quedo de lo importantes que resultan, en esto del escribir, los modos y las maneras. De forma especial, cuando juzgamos la obra de otra persona por medio del trabajo crítico. «El individuo -como dice Salinas en Aprecio y defensa del lenguaje–1 se posee a sí mismo, se conoce, expresando lo que lleva dentro, y esa expresión sólo se cumple por medio del lenguaje».
Si, como parece demostrado, llevamos dentro inquietudes, anhelos, deseos de comunicar y hacer públicos nuestros criterios, deberemos aprender primero a dominar la forma y el modo de nuestro decir. Porque no basta con tener opiniones; es fundamental saber expresarlas. Y saberlo hacer bien, con la dignidad, la prudencia y el respeto debidos, no ya sólo a los autores de las obras comentadas o criticadas, sino también -y sobre todo- a nuestros lectores.
Vengo observando, de un tiempo a esta parte, que algunos críticos jóvenes -unos pocos nada más, afortunadamente- se dejan llevar de la improvisación y la prisa que todo lo invade y de su primer pronto expresivo, plasmando sus críticas sobre las páginas de los diarios sin tener en cuenta para nada el modo en que lo hacen. Entonces, el difícil menester crítico queda reducido a la burda y torpe visión acelerada, incompleta y hasta poco honesta a veces -he oído decir que incluso se atreven a criticar obras sin leerlas- de quien firma al final de la columna.
Lo que está haciendo falta es un poco de calma en las labores del intelecto y algo más de mesura y decoro en esa minoría que anhelan trepar a costa de lo que sea. Calma, todo a su tiempo. Puedo entender que el éxito del crítico levante admiración y acreciente el poder social de éste. Hasta comprendería que lo andasen buscando algunos por el aura de la fama. Y hasta me parecería bien en condiciones normales. Pero no puedo admitir que para alcanzar semejante meta personal, se firmen estacazos sin estilo -que no críticas serias- a riesgo de causar pesadumbres, daños injustificables o perjuicios morales o materiales a los autores de los mismos, que de todo hay.
Los que ejercemos el comentario o la crítica en los medios tenemos la obligación de pensar -y la tenemos todos- que lo escrito, escrito está. Y que nuestras palabras trascienden el círculo de lo privado. Se pueden y se deben decir las cosas, claro que sí, pero haciendo buen uso de la educación y sin pegar puñadas a nadie, que no hace falta. El respeto y las buenas maneras no están reñidos en absoluto con la sinceridad y la crítica pura y dura, ya que para ser firme y contundente en lo que se mantiene, no es necesario resultar hosco, ineducado ni desagradable.
Hace ya más de dos décadas que Guillermo Díaz-Plaja, en su libro El oficio de escribir, se preguntaba qué estaba pasando con la crítica literaria. Hablaba entonces de los nuevos métodos críticos y se interrogaba acerca del destino de aquella otra manera clásica de trabajar y de escribir, la de Sainte-Beuve, la de Croce o la de tantos otros maestros». ¿Y el riguroso amor -se decía- con que el crítico bucea y descubre los valores estéticos y humanos de la obra literaria?» Es claro que ni la rigurosidad ni el amor están presentes hoy en los comentarios vandálicos y presurosos de los jóvenes trepadores. No buscan, no bucean, no descubren. Todo se reduce a dar un varapalo -muchas veces tan injustificado como injustificable- al primer autor novel que tiene el infortunio de caer en sus manos. No defiendo la blandura, el paternalismo o la elasticidad en el desarrollo de la tarea crítica. Pero una cosa es opinar y escribir lo que pensamos con delicadeza y un mínimo de digna elegancia, y otra bien distinta vomitar nuestros demonios con afirmaciones ex cáthedra que parecen decisivas y magistrales. Todos, y yo el primero, deberemos aplicarnos. Es cuestión de estilo y educación, dos cosas necesarias para acceder, como es debido, a los medios de comunicación social.
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1 SALINAS, Pedro, La responsabilidad del escritor y otros ensayos, Barcelona, Seix Barral, Col. «Biblioteca breve», 1961.