Un niño no tiene por delante una vida, como un callejón angosto, sino el completo y espléndido repertorio de las vidas posibles. Porque él podrá serlo todo, atentamente escucha en las prodigiosas proezas que le refieren –guerras, naufragios, cacerías de tigres- su propia historia, sus probables y altos destinos. El eco de esta ilusión nunca se apaga y todo en nosotros va envejeciendo, salvo la afición por los relatos. De soñar estos sueños la humanidad no se cansa.
Adolfo Bioy Casares.
El primer atisbo de esas otras vidas posibles, de ese amplio repertorio del que nos advierte Bioy, surgió un mediodía cuando tenía yo cinco años y caminaba junto a mi madre que me había ido a recoger al colegio. “Le metí su buen puñete en toda la cara”, le dije a mamá que caminaba escéptica a mi lado y ponía un gestito de “no te inventes cosas”. Pero solo puso el gesto, le parecía aunque remotamente, verosímil. Me pegaban en la escuela, Luciano me pegaba y yo no era capaz de devolverle la violencia, no por santo sino por miedoso. Allí, en ese camino de vuelta casa descubrí la diferencia entre la vida que vivía y la que quería vivir, entre mentir por salvar el pellejo o por entretener a los de más y a mí mismo de la vida que teníamos. Luego en el patio, durante el recreo, me inventaba historias de miedo para aterrorizar a mis compañeritos, inocentes ellos, por no tener una abuelita a la que le gustaban las películas de terror. Aun así, yo seguí siendo miedoso durante un largo periodo de mi vida. Después en casa, años después, mi hermano me reclamaba cada noche lo que en tiempos bautizamos como «la historia», una serie oral donde mis primos, mi hermano y yo vivíamos miles de aventuras en una búsqueda paralela (cuentista y lector-oidor) de vidas que no eran las nuestras, que la superaban en dicha, libertad y aventura.
El lector empedernido vive una enfermedad parecida a la del escritor, a pesar de no querer escribir. Meterse en la piel de otro, dejarse asustar, enamorar o cabrear por un prestidigitador literario, por un mentiroso evidente que no oculta que en realidad “el lugar de la Mancha” sólo existe en el olvido de un personaje que podría haber existido y en eso, en el “podría”, está la clave de escritores y lectores. Si no conmueve, no transmite, no funciona y conmover no es solo hacer llorar, es como dice el DRAE: perturbar, inquietar, alterar, mover fuertemente o con eficacia. Sobre todo con eficacia, precipitando sobre los lectores un aguacero de vidas y situaciones que le amarguen o que le alegren el día.
Así que Bioy tiene razón en eso de que los niños no tienen delante un callejón angosto, sin salida tantas veces, sino un amplio repertorio de vidas posibles, primero como lectores, luego, quizás, como escritores pero la verdad es que tenemos sobre todo, si seguimos caminando por la frase del argentino, futuro, no siempre posible pero sí verosímil, solo basta con leer, confiar y trabajar para que al final leamos una historia con un posible final feliz.