Hace unos días, cientos de obispos y de clérigos anglicanos se manifestaron contra el hambre en las calles de Londres. Protestaban con pancartas porque los seguidores de Cristo no pueden permanecer callados ante esta bomba de destrucción masiva: el hambre de más mil millones de seres humanos. Debida, más que a las adversidades climáticas, a las manipulaciones de los mercados, a la especulación y a los intereses de los poderosos. No es el mercado quien fija los precios ni el que equilibra la producción de alimentos de acuerdo con las necesidades, sino la voracidad suicida de unos grupos de poder. Destruirán la tierra, pero como Sansón, ellos también morirán con los filisteos.
En un sabroso artículo, Enric Sopena comenta la ‘preocupación’ del portavoz de Benedicto XVI que vuelve sobre la carga del pecado y del peligro de usar condones. Semejante hipocresía es tenaz y pretenden que, a fuerza de repetirla, termine por ser creída por sus seguidores de conciencia débil y dependiente. Eso es injusto y debería de convertirse en delito pues, una falsedad semejante, es causa de peligros muy graves y hasta letales. Y a los representantes de la sociedad corresponde el cuidado de la salud física y mental de los ciudadanos.
El jesuita Federico Lombardi, director de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, ha replicado con agria dureza al manifiesto de la organización de mujeres Catholics for Choice que reclama el derecho a participar en las decisiones de la Iglesia.
Lo que ha enojado al vocero de Benedicto XVI es que estas mujeres exijan la autorización de los preservativos, que formen “un grupo conocido por sus posiciones contestatarias” y que acostumbren a pedir también “la ordenación de las mujeres”.
Pues bien, escribe Sopena, desafiamos a Lombardi, a su jefe supremo y a quien sea a que nos demuestren, con los evangelios en la mano, cuándo y cómo Jesús prohibió el uso de los preservativos. O de la masturbación que tanto les obsesiona. (No existían los actuales preservativos pero sí métodos para evitar la procreación). A diferencia de los que osan hablar siempre en nombre de Dios -contraviniendo así el segundo de los Diez Mandamientos- las cuestiones vinculadas al sexo nunca obsesionaron a Cristo.
Desafiamos, sigue el autor, a estos Sumos Sacerdotes del siglo XXI a que nos confirmen en qué puntos los Evangelios relegan a la mujer respecto al hombre, sin olvidar que el papel de las mujeres en la época de Cristo no se puede ni comparar con el de ahora. Pero conviene que todos estos clérigos, más parecidos a los sucesores de los escribas y de los fariseos que a los sucesores de Jesús, no desdeñen el admirable pasaje en el que se narra el intento de lapidación de la mujer adúltera. El fundador del cristianismo se enfrentó con unos hombres que lanzaban piedras a una mujer pecadora, les afeó su hipocresía y trató con exquisita delicadeza a esa mujer sorprendida con otro hombre.
El escritor y periodista desafía a los obispos católicos a que nos digan si Cristo fue o no en su vida pública un contestatario.
“Lo fue hasta tal extremo de coherencia que lo ejecutaron vilmente, en la cruz, gracias a la coincidencia de intereses entre el poder político y el poder religioso. Ni unos ni otros querían modificar el statu quo vigente. Cristo, sí. Por ello plantó cara sin rubor, de manera tenaz y perseverante, a los rigoristas de su tiempo. O sea, a los fundamentalistas, a los integristas y a los que predicaban una cosa y hacían la contraria. Ridiculizó a los cínicos que creían que el hombre se había hecho para cumplir la normativa de los sábados, y no al revés. Cristo proclamó que era el sábado el que se había hecho para el hombre. Y tengamos en cuenta que llegó a arremeter contra los fariseos -“sepulcros blanqueados” los llamaba- porque “colaban un mosquito y se tragaban un camello”.
Lo siguen haciendo ahora convertidos en obsesivos policías de la conciencia ajena. Tan tenebrosa actitud encendió muchas hogueras, en las que eran quemados vivos quienes no se sometían a su ideología fundamentalista y pretendían ser coherentes con sus conciencias. Su concepto de la libertad se ha ido restringiendo. El Concilio Vaticano II no fue más que un espejismo. Benedicto XVI aprovecha cualquier oportunidad para apuntillar al Concilio.
No parece quitarle el sueño al Papa el número de hambrientos que hay en el mundo ni el de niños que mueren de hambre. De hecho, no toma las firmes decisiones que están a su alcance por su influencia en millones de personas.
Le preocupa el número de condones que, a pesar de sus anatemas atrabiliarios, se fabrican, se venden y se utilizan. “Otros ejercen de pederastas. Dice Benedicto XVI que pide perdón por los curas pedófilos y que hay que llevarlos a la justicia. Este Papa acaba de descubrir que la pederastia es delito. ¿Lo ignoraba cuando presidiendo la Congregación de la Doctrina de la Fe, perseguía a los teólogos de la Liberación y no abría la boca respecto a los sacerdotes y religiosos pederastas?”
El último viaje papal ha Australia nos ha mostrado datos y fotos de padres australianos cuyos hijos se suicidaron víctimas de violaciones por un cura pederasta. Casos de pedofilia y de violaciones de niños y de niñas los ha habido siempre, pero los criminales eran protegidos con leyes y castigos para quienes los denunciaran o pretendieran apartarlos de sus ‘ministerios’. Quizás en toda la historia de la Humanidad no haya habido un enclave de represión sexual tan enorme como el de los seminarios y los clérigos católicos. Es hora ya de denunciar y de descubrir tanta ignominia, tanto crimen y agresiones a niños inermes bajo la capa de un nauseabundo celibato que presentaban como ‘perfección’ cuando, en la mayoría de los casos, ha sido el refugio de impotencias, desviaciones sexuales y terror a confesar sus verdaderas inclinaciones. Queda a salvo el mensaje y el ejemplo de Jesús de Nazareth pero es hora ya de descubrir tanta hipocresía, represión y crímenes a las conciencias y a las personas de seres humanos indefensos. Y si hay que darse de baja en sus filas, pues se hace y que, al menos, no puedan aprovecharse de estadísticas para seguir abusando de privilegios que el Rabí de Nazareth jamás tuvo ni admitió. Pues fue, según la Tradición, “pobre en su cuna, más pobre en su vida y pobrísimo, desnudo, en la cruz”.
José Carlos García Fajardo
Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM)
Director del CCS