La Semana Santa, año a año vuelve, sorprendiendo a muchos, enardeciendo a bastante gente y escandalizando a algunos. Para empezar, aparte de cualquier consideración sociológica, moral o religiosa que queramos hacer, hay que reconocer su carácter extemporáneo, especial, a contrapelo del “sentido de los tiempos” (en el caso de que esta entelequia exista). En una sociedad, la occidental, que se dice laica y laicista, donde una de las características que se repiten -dicen- es el abandono de lo religioso, la acotación de la práctica religiosa al ámbito de lo personal, en el contexto de un Estado aconfesional; en una sociedad como ésta, vemos de pronto las calles invadidas por imágenes sagradas (algunas verdaderas reliquias artísticas), penitentes, símbolos del Cristianismo y de la tradición, todo con un aire inequívocamente católico y contrarreformista, que nos retrotrae a la España del XVI, a la contienda con la Europa `protestante, al Concilio de Trento y a las largas polémicas sobre la justificación. La chica guapa y joven, estudiante de informática, después de hablar con su novio por el móvil (icono de la moderna Sociedad de la Comunicación) y de comerse una hamburguesa (icono del dominio de lo anglosajón sobre nuestros usos y costumbres) se embute dentro de un capirote y se pasea por la calle con un cirio en la mano, realizando un rito que tiene trazas de medieval en lo ideológico y de barroco en lo estético. Del siglo XVI ha pasado al XXI sin solución de continuidad, como si no existiese el sentido lineal de la historia (mito de la Ilustración optimista y hasta ingenua), sino (imagen que hubiera servido a Borges para un cuento) mundos paralelos y superpuestos que se contactan por una ósmosis misteriosa.
¿Qué pasa? ¿Qué contradicción es ésta? ¿No habíamos dicho que el antiguo cristianismo estaba enterrado, reducido al límite de lo privado, era una reliquia envuelta en nafatalina? Reducir el cristianismo a lo privado: sueño recurrente de la Ilustración, de la Masonería, de los que escriben y reescriben la Enciclopedia, de todos los Progres que en el mundo han sido. Sueño supremo de todos ellos que se desvanece como humo cada Semana Santa, con el ruido de los tambores y el pasear de las imágenes, en ese contraste, tan Mediterráneo, que tanto nos gusta, entre lo mundano y ruidoso y lo sacro. La realidad cultural, las raíces históricas (evito la palabra “identidad” que se ha vuelto sospechosa) se imponen con la machaconería de los hechos consumados. Es así: en cuanto excavamos en nuestro suelo aparece el Cristianismo por todos lados, como un humus que nos sustenta, como una tierra en barbecho pero nunca estéril.
¿Qué dirían los iconos del santoral laico español, los Azaña, Ferrer, Giner, ante este espectáculo? ¿Qué dirían los políticos de nuestra República que se devanaban los sesos para hacer de España un país moderno y sin jesuitas? A nuestros amigos ilustrados, herederos de los citados, habría que recordarles aquella disparatada y graciosa frase de un personaje del teatro del Siglo de Oro:
“Los muertos que vos matasteis
gozan de buena salud”.