Consonancias, 31
James Conlon dirige sin partitura, primer dato. Al menos las obras muy conocidas. Seguramente en los tratados no cabe toda la energía de sus brazos. La energía y la mansedumbre, si toca. Unos brazos tan largos y flexibles que envuelven a toda la orquesta, desde el concertino hasta los timbales. Espectaculares, por cierto los de la Deutsches Symphonie-Orchester Berlin que inauguró la XIX Temporada de Grandes Conciertos de Primavera en el Auditorio zaragozano.
La expresividad de los gestos de Conlon es tal que serían capaces de hacer sonar la música sin necesidad de instrumentistas. En el preludio de ‘Los Maestros Cantores de Nuremberg’, de Wagner, que hizo interpretar a sus pupilos como inicio de la sesión del 12 febrero, fue espectacular su forma de organizar con el gesto las más mínimas oscilaciones de las cuerdas de los contrabajos, al mismo tiempo que conseguía poner en vilo a los segundos violines para que hicieran el contraste armónico adecuado en las secuencias finales.
Para dirigir la segunda obra programada, la ‘Sinfonía nº 2 para piano y orquesta,’ denominada “La edad de la ansiedad”, de Leonard Bernstein, James Conlon sí utilizó partitura. Pero dejó sobre el atril la batuta. Es una pieza infrecuente y delicada que pide el mimo de ambas manos desde su inicio con el tierno diálogo de los clarinetes y la respuesta de las flautas antes de la entrada del piano en plan igualmente tenue. Cuando aparecieron los arcos precediendo a toda la orquesta, entonces Conlon tomó la batuta porque eran muchos los elementos a domesticar; una batuta que parecía flotar autónoma en el espacio aunque naciera de la mano del norteamericano.
La sinfonía concertante de Bernstein transcurre tranquila hasta que la sangre del compositor se sobresalta y contagia a los músicos. Entonces el director llegó con su invitación a la calma enérgica. Hay compases de exactitud geométrica que la batuta diseñó con precisión. Cuando sonó el piano en solitario, los brazos del director latieron con fuego interno; incluso su mano libre, la izquierda, acariciaba el piano con exigente complicidad. También lo hizo en los momentos de meditación, compases casi de reverencia a la magia del sonido por llegar, tras los silencios o la canción solista del piano.
De nuevo sin partitura, pero con batuta, emprendió James Conlon el viaje transoceánico –de Europa a América y viceversa– que desemboca en la intemporal ‘Sinfonía nº 9 en mi menor’, llamada “Del Nuevo Mundo”, de Dvorak, una de las obras más deseadas y aclamadas por el público de los conciertos sinfónicos. El director aprovechó todos los resquicios rítmicos y todos los argumentos melódicos para glorificar la composición. Lo mismo que con Bernstein había destacado los elementos cromáticos, con Dvorak se dedicó al timbre y al color. Los juegos y audacias de la madera no impidieron una clara visión del bosque. Gran magisterio el de Conlon en el repunte de la cuerda cuando fueron precisos resaltes y subrayados. El marco armónico que precisa la danza del Scherzo en el tercer movimiento consiguió máxima definición con las incansables instrucciones del director. Lo que él se dice, que desde el podio irradia una autoridad artística indiscutible que motiva a cada músico en cada nota que produce, está plenamente justificado.