La crisis no se resolverá con medidas del pasado, sino con una nueva respuesta para la situación actual.
Hace un par de años, sólo los especialistas habían oído hablar de las hipotecas subprime, conocían a un tal Bernard Madoff, impulsor del mercado electrónico de acciones en Estados Unidos, o sabían que Lehman Brothers no era un conjunto de música soul. Las empresas continuaban con sus particulares carreras por alcanzar el Olimpo de los beneficios empresariales, los inversores estaban más preocupados en comprar coches y casas, mientras ambos pedían créditos para aprovechar el tirón del consumo y no dejar escapar oportunidades que se presentaban como «únicas e irrepetibles».
Ríos de tinta corrieron para buscar explicación a la actual situación. Así se recurrió a la historia económica, con la idea de intentar conectar la dimensión de la crisis actual con la acaecida en 1929. Estallaron las burbujas especulativas que -en palabras de Galbraith- afectaron a los sectores inmobiliario y financiero, entonces y ahora, dejando al descubierto los huecos que sostenían sus cimientos. La avaricia insaciable y la política de «echar más leña al fuego», o lo que es lo mismo rozar la trampa de la liquidez con tipos de interés por los suelos, hoy como ayer, soporta estos comportamientos. De ahí la necesidad de una regulación que ponga coto a las operaciones opacas -incluidas las de Luxemburgo- que a sus anchas camparon durante más de una década en los felices años veinte y los felices 2000.
Lo interesante de la historia económica es aprender de los errores y, efectivamente, aunque hay una cierta similitud entre la crisis actual y la del 29, no hay comparación en las dimensiones, vista la gravedad de los de antaño. Desempolvando los archivos se observan las estrategias seguidas en la resolución de la crítica situación.
En 1929, los países desarrollados buscaron la salida de la crisis mediante la competición. Las políticas de devaluación del tipo de cambio para ganar competitividad aplicadas por Estados Unidos fueron replicadas por los países europeos mediante las llamadas «políticas de empobrecer al vecino», con efectos desastrosos en la mayoría de los casos. Contra la competición se estructura como fórmula actual la cooperación. Contra la descoordinación, la coordinación.
Resucitar a Keynes para resolver la crisis casi un siglo después nos lleva a entender que las fórmulas imaginativas son pocas entre los economistas y que, a la hora de la verdad, volvemos a las batallas entre clásicos y keynesianos, como si de un derbi económico se tratase. Y la Unión Europea como campo de juego.
La Unión Europea y sus contradicciones: entre la política agrícola y el libre mercado, entre un Bolonia de excelencia y la restricción presupuestaria, entre innovación y medioambiente, entre Pacto de Estabilidad y Crecimiento y recurso al déficit para salir de la crisis, entre Luxemburgo… y las islas Caimán.
Y en medio de estas contradicciones, las de los propios países. Las existentes entre las economías centrales y las del este de Europa, países a los que convencimos rápidamente de que el modelo de crecimiento de la Unión Europea era el bueno, y que incluso les daríamos nuestra moneda. Así crecieron por encima de la media comunitaria durante más de diez años hasta tocar con los dedos su equiparación con las rentas de los países occidentales. Cómo me recuerda su situación a la española. Pero con la crisis se fueron los inversores, los créditos, el crecimiento, el empleo y dejaron al descubierto carencias estructurales tapadas con beneficios estructurados. Europa deberá solventar estas contradicciones si quiere salir adelante con éxito y reforzada de la situación actual. Como dijo Rockefeller, «las grandes fortunas se amasan siempre en tiempos de crisis».
Fernando Alonso
Profesor de Economía Aplicada de la Universidad Complutense de Madrid (UCM)