Lleva una semana lloviendo sin descanso sobre Sevilla, como si el cielo estuviera llorando desconsoladamente alguna pena inmensa que no se calma ni con la belleza de la ciudad.
Devota de la Virgen bajo todas las advocaciones, alguien pudiera colegir que Sevilla sirve de paño de lágrimas a una Señora dolida por la renuncia del representante de su Hijo en la Tierra, puesto que la maldad del hombre jamás había provocado semejante tristeza.
Habituados a interminables días de celeste luminosidad cegadora, el agua deprime y cansa a los sevillanos, que ni con plegarias ni procesiones son capaces de expiar el castigo líquido que se derrama sobre ellos sin piedad.
Hasta los pantanos se ven desbordados de un agua que deben dejar escapar hasta el mar sin que el Ayuntamiento pueda facturarla a unos consumidores que aún abonan un canon por sequía.
Bendito lugar en el que confluye lo natural y sobrenatural, y donde la gente sublima con estoicismo los empellones de ambas amenazas.
Amén.