Ha comenzado la semana más contradictoria del año, en la que las calles se ven ocupadas con la exhibición impúdica de un sentimiento que pertenece a la esfera privada de las creencias personales, pero que hace oídos sordos a la proclamación constitucional de la aconfesionalidad del Estado, lo que debería incluir esos espacios públicos para el tránsito de vehículos y viandantes. Centenares de procesiones, organizadas por hermandades religiosas católicas, invaden el centro de las ciudades para que sus fieles hagan demostración de una fe que les lleva a soportar, bajo las trabajaderas, los pesos excesivos de unos tronos sobre la nuca de los costaleros, a mostrar el sacrificio de cargar cruces de madera (una, dos, tres y hasta cuatro: como si, cuanto mayor peso, más fe acreditarán) a la espalda de penitentes durante el recorrido o, simplemente, a permanecer durante horas en fila india, encapuchados con o sin capirote, descalzos o en sandalias, y portando una enorme vela cirial como exigen los cánones procesionales, normalmente transmitidos por tradición familiar o hábito social, y todo ello a la vista de un público que asiste, entre sobrecogido y divertido, a tamaña demostración exhibicionista.
Se trata de una semana contradictoria y un tanto sacrílega, a tenor de sus propios preceptos, por cuanto desfilan imágenes de una religión que expresamente prohíbe el culto a las imágenes, a pesar de que atiborran los templos y lugares donde sacerdotes y ministros religiosos administran los ritos y reúnen a los feligreses. Y, aún cuando cumplan la función de dar nombre a un lugar, una escena, unas fechas o determinadas figuras bajo cuya advocación se consagran y veneran, estas imágenes despiertan entre los fieles el sentimiento blasfemo de adorar unas u otras en función de expresiones politeístas y simpatías heréticas. De esta manera, se genera incluso animadversión entre seguidores de una u otra hermandad en muchas localidades españolas, cual rivalidades entre hinchadas deportivas, que ninguna autoridad eclesiástica ha podido evitar al auspiciar, en última instancia, ese culto a las imágenes bajo el subterfugio de la advocación religiosa. Y esta semana, precisamente, con tantos cristos y tantas vírgenes en las calles, es la prueba palmaria de la contradicción esencial que encierra el culto católico a las imágenes, pretendiendo ser, al mismo tiempo, una religión monoteísta. En este sentido, el protestantismo es más consecuente con el mensaje religioso que imparte, al mantener desnudas sus iglesias de representaciones icónicas y centrar el culto únicamente en Dios, sin extenderlo ni la Virgen ni a los santos.
Pero es que, además, la Semana Santa, en puridad, persigue primero la oportunidad mercantil que la expresión de una espiritualidad sincera, objetivo material que se exterioriza cuando las condiciones meteorológicas impiden la celebración de un espectáculo callejero que llena hoteles, bares y tiendas que buscan lucrarse con esta festividad primaveral. Es más, el hecho mismo de procesionar representa para una hermandad la fuente de ingresos (papeletas de sitio, limosnas, donaciones, etc.) de que se vale para financiar sus actividades de culto y caridad el resto del año. Todo ello convierte a la Semana Santa en un fenómeno que posiblemente revista auténtica espiritualidad en algunos devotos, pero que la mayoría de la gente disfruta como un acto social que dispensa la oportunidad de negocio. Es así como muchas costumbres mercantiles giran en torno a este multitudinario acontecimiento contradictoriamente espiritual, en el que se concentra una de las fechas más rentables del año para la venta de ropa, ajuar religioso, paquetes de viajes, turismo, restauración y toda una amplia panoplia de consumo masivo y lucrativo.
A los improbables ojos no contaminados de quien haya podido escapar del adoctrinamiento religioso, esta semana ejemplifica la suprema contradicción de una creencia que prefiere representar con morbosa intensidad los momentos de pasión y muerte de su figura central, Jesucristo, que el mensaje trascendental de resurrección que promete a sus creyentes. Una semana, en fin, donde el Domingo de Resurrección no constituye la veneración crucial del misterio religioso, sino esa madrugada de pasión en que calles y plazas se llenan de Dolorosas y Cautivos por toda la geografía española. Hasta la Fiesta Nacional enlaza, al menos en la emblemática plaza de la Muy Mariana ciudad de Sevilla, el inicio de temporada justo el mismo Domingo de Resurrección, ya sin más interés que el de continuar una fiesta que se basa en la muerte, ahora del toro.
Y para rematar la semana de contradicciones, en esta ocasión el pregón de los toros correrá a cargo de un filósofo catalán -encima muy leído por mi- que intentará relacionar la tortura y muerte de un animal, por pura diversión no por necesidad, con la actitud de los ecologistas, blandiendo premisas que a buen seguro demostrarán que la muerte es vida para el toro bravo, el toreo es arte y la fiesta taurina, una expresión de la superioridad racional del hombre.
¡Vaya semanita que me espera!