Edit. Mondadori, 2009
El autor de Hijos de la medianoche vuelve sobre los míticos orígenes de India con emperadores mongoles, rajás extravagantes, eunucos implacables, harenes y reinas con la cohorte de concubinas y esclavas. Puede parecer que está todo dicho y hasta leído. No es cierto. Cuando un escritor de la talla del también autor de Los versos satánicos demuestra un poderoso conocimiento del lenguaje y con momentos de increíble belleza; una vez comenzado, te atrapa sin remedio.
A finales del siglo XVI, un extranjero llega a la corte de Akbar el Grande, emperador del imperio mogol. Es el portador de un secreto que sólo puede revelar al emperador: la historia de una mujer misteriosa, de espléndida belleza y versada en las artes del encantamiento y las pócimas. Hija de emperador, hermana de príncipes, vendida como esclava a los persas y de estos a los otomanos y de aquí a la fastuosa Florencia de los Médicis, Maquiavelo, papas, cortesanas, arzobispos colgados «en una guirnalda de muertos pendulantes, los 80 hombres acusados de participar en la sofocada conjura de los Pazzi, a quienes Lorenzo de Médicis mandó colgar de las ventanas de su palacio, incluido el arzobispo con todas sus galas… ver a un arzobispo colgado era harina de otro costal, algo digno de verse» (pensó Bernardo, el padre de Nicolás Maquiavelo).
Salman Rushdie maneja de forma magistral los hilos de esta fascinante novela río. A veces, me recuerda hermosos pasajes de mi inolvidable maestro Alvaro Cunqueiro.
Dejadme que comparta algunas frases subrayadas que alumbran ideas y fascinan con su encanto y belleza. O que mueven a sonrisa:
«Uno debe salirse de un círculo para ver que es redondo».
«¿Acaso la fe no era la fe, sino una simple costumbre de familia? Quizá no exista la religión verdadera, sino esa continua transmisión de una generación a la siguiente. Y el error puede transmitirse con la misma facilidad que la virtud. ¿No es la fe más que un error de nuestros antepasados?»
«Deseaba contarle a alguien su sospecha de que los hombres habían creado a sus dioses, y no a la inversa».
«El emperador desconocía las respuestas, pero las preguntas en sí parecían contener las respuestas»
«Cuando la vida se complicaba demasiado para los hombres de la corte mogol, acudían a las ancianas en busca de respuestas».
«Los seres humanos no eran criaturas singulares, -decía la anciana reina a su prima, la más anciana princesa-; eran plurales, sus vidas se componían de fuerzas interdependientes, y si uno de empecinaba en sacudir una rama de ese árbol, a saber qué fruta podía caerle en la cabeza».
«Un emperador era la suma de sus actos, y la grandeza de Akbar no sólo quedaba demostrada por sus triunfos ante obstáculos descomunales, sino que en realidad era creada por esos triunfos».
«[La princesa oculta] era una iluminada nata que sabía instintivamente qué hacer para protegerse, y también para conquistar los corazones de los hombres, lo que con mucha frecuencia venía a ser lo mismo», «[y la princesa gemela] la odiaba hasta rabiar, hasta que decidió, claro, que era mejor amarla».
«La pintura [del maestro] es una alegoría de los males del poder, cómo se transmiten en cadena de los superiores a los inferiores. Los seres humanos eran agarrados, y ellos a su vez agarraban a otros. Si el poder era un grito, las vidas humanas se vivían en el eco de los gritos de los demás. El eco de los poderosos ensordecía a los desvalidos… y el pintor, al cerrar ese círculo, daba a entender que el atenazamiento o el eco del poder también podían invertirse. Las manos de la esclava podían, según y cómo, apresar a la dama real. En la historia el agarrón podía venir tanto de arriba como de abajo. Los poderosos podían ser ensordecidos por los gritos de los pobres».
«Lo vieron sucumbir a la locura final del artista, lo oyeron coger sus obras y abrazarlas, susurrando: ‘¡Respirad!'»
«En lugar de dar vida a una mujer de fantasía, el pintor se había convertido él mismo en un ser imaginario, impulsado por la arrolladora fuerza del amor. Si la frontera entre dos mundos podía cruzarse en una dirección, podía cruzarse también en la otra. Un soñador podía convertirse en su sueño».
«Algo tenía siempre una historia que contar. Nadie se creía una sola palabra, pero todo el mundo quería escucharlas».
«Esa bien podría ser la maldición de la especie humana: no que seamos tan distintos unos de otros, sino que seamos tan parecidos».
«Y vos, con vuestros tres dioses, un carpintero, un padre y un espíritu, y un cuarto que es la madre del carpintero -preguntó el emperador a Mogor-, vos que sois de esa tierra santa que ahorca a sus obispos, quema a sus sacerdotes en la hoguera, mientras su Sumo Pontífice comanda ejércitos y actúa con la misma brutalidad que cualquier general, ¿cuál de las barbáricas religiones de esta tierra pagana consideráis más atractiva? ¿O para vos todas son iguales en su vileza?»
«Mi señor, -respondió Mogor-, me atraen los grandes panteones politeístas, porque las historias son mejores, más numerosas, más dramáticas, más humorísticas, más maravillosas; y porque los dioses no nos dan buen ejemplo, son entrometidos, vanidosos, irascibles, lascivos y díscolos, lo cual, admito, resulta más interesante».
«Había sido bautizado dos veces, según la costumbre, una como cristiano y otra como florentino, y para un bribón irreligioso como Ago, fue el segundo bautismo el que contó».
«Se fue a un prostíbulo y se afanó allí por mejorar su humor. En el umbral de la edad viril, Ago había coincidido con su amigo Nicolás Maquiavelo en una cosa: fueran cuales fueran sus penalidades, una buena noche de actividad en compañía femenina lo arreglaría todo».
«Ago no creía en los viajes ni siquiera en la cama… aunque, el día que se enamoró por primera vez, comprendió que también la adoración era un viaje».
«La historia era totalmente falsa, pero la falsedad de las historias falsas a veces tenía su utilidad en el mundo real».
J.C.G.F.