Recuerdo la primera vez que llegué a Varsovia un año atrás. El gris de las calles, los edificios derruidos, restos de un gueto testigo de crímenes…. Un vagón cargado de cruces camino a los campos de concentración y fusilamiento, la supervivencia al nazismo y al comunismo, la lucha por la patria, un acorde que se pierde en el aire bajo el silencio que reina en la catedral…
Amanecía en Varsovia cuando una furgoneta repleta de jovencitas llegaba desde Cracovia tras siete horas de largo viaje por las desgastadas carreteras polacas. Polonia nos fascinaba, y aunque no se puede conocer una nación en un fin de semana, a veces bastan unas pocas horas para entender muchas cosas. Aparecimos en la plaza de la Ciudad Vieja rodeados de decenas de terrazas de bares, figuras humanas, y fuentes. Toda plaza en Europa que se precie tiene su fuente, y en Varsovia, por encima de todas nuestras cabezas destacaba una estatua de una sirena, Sawa, con actitud vigilante, espada y escudo en mano, vigilando la ciudad.
Polonia es verde, como Galicia en los días de primavera tras las lluvias que alimentan la tierra, pero a la vez es plomiza. Apenas a unas dos horas de la ciudad, escondido tras un bosque, frondosos árboles, testigos de lo que sucedió, y oculto de la vista de aquellas conciencias a las que pudiera molestar, se encuentran los restos de los campos de concentración Auschwitz, y Auschwitz Birkhenau, rodeados de las alambradas que hace medio siglo presenciaron las mayores atrocidades cometidas por el hombre. Los raíles de la muerte entumecen el aire y lo cargan de dramatismo mientras el frío te cala hasta los huesos.
Auschwitz es uno de esos sitios a los que se debería ir una vez en la vida para darse cuenta del valor de la vida humana. Las atrocidades que el ser humano puede cometer cuando desaparece la dignidad de las personas. La alambrada del campo, la puerta sobre la que reza una inscripción: “El trabajo os hará libres”, la pared de fusilamiento, las grandes salas llenas de maletas, gafas, zapatos confiscados, juguetes de niños que se quedaron sin soñar; y en una pequeña celda, en el sótano de un barracón, una vela encendida que recuerda el sitio donde murió San Maximiliano Kolbe, el sacerdote capuchino que ofreció su vida a cambio de la de un padre de familia. La esperanza y la lucha por el bien en el centro del valle de la muerte. Aún quedan testigos de la masacre, hijos de polacos supervivientes. El padre Henry Kowalczy, sacerdote, hijo de supervivientes de Auschwitz noscontaba: “Cuando las puertas de Auschwitz se abrieron de par en par el abril de 1942, mis padres comenzaron a viajar, y no se detuvieron hasta llegar a América”.
Al regresar a Varsovia nos detuvimos en el nuevo centro comercial inaugurado frente a los restos del gueto. Por un momento creo estar inmersa en los grandes almacenes madrileños, zaragozanos, valencianoOrias… Varsovia, que logró escapar del comunismo en 1989, ha cambiado desde entonces. Como muchos dirían: “Está progresando”. Y en los labios de nuestro guía nació una pregunta: “¿es bueno este progreso?” Svisko Stanislao, nuestro guía en la ciudad, es polaco, padre de familia, y sufriente en sus propias carnes los estragos del comunismo. Nos advirtió la aparición del consumismo en su nación: “Hace casi treinta años llegó a Polonia el consumismo, un nuevo totalitarismo, y lo que el nazismo ni el comunismo consiguieron, el consumismo, lo ha logrado. Ha conseguido enfrentar a los polacos, interponer el dinero a los intereses de la nación, al amor a la verdad y la lucha por la libertad. Esa libertad que tanta sangre, tanto sufrimiento y muerte nos ha costado ahora muere frente al dinero y el comprar por comprar”. Al salir del centro comercial nos topamos con un vagón destartalado cargado de cruces de todas las religiones en representación de toda la humanidad. Las traviesas de la vía posee inscripciones con los nombres de los valles de la muerte. Auschwitz, Buchenwald, Katyn… “Los nazis eran un lujo al lado de los comunistas”, afirma Svisko.
La catedral de San Juan, destruida por Goliat, el tanque nazi que entró y explotó cayéndole el templo encima es el punto de cierre del día. Reconstruida posteriormente al estilo gótico, es austera, con grandes vidrieras de colores que iluminan el interior donde alberga la tumba del cardenal Wyszinsky que desarrolló un papel determinante en la evolución de las relaciones entre la Iglesia católica y el estado polaco durante el régimen comunista.
“Si los polacos tuvieran que definir su nación, elegirían sin duda el nombre de su reina, María”, contaba Svisko. María, y en su advocación, la Virgen de Czestokowa es la que en estos momentos desfila ante nosotros con la caída de la tarde. Una procesión de personas, unas 300 aproximadamente, la siguen detrás rezando el rosario y una radio en alto que transmite la oración que desde el santuario se hace cada día al anochecer desde hace un siglo. Una oración que concentra a miles de peregrinos a los pies de la Virgen, rezando por la libertad, por la paz, por los polacos, por su familia, en definitiva, por Polonia.