Mélida azul. Con los pensamientos mojados en el recio amanecer del hierro. Metido dificultosamente por entre la lámina. Recobrando el ritmo normal de las alas. Los brazos bamboleantes en un arrullo de reflejos. La espera. Aquello que brota, fructuoso, en un destello claro de fuego… Como cuando extenuado, suelto de un informe fardo, el hombre descansa en un pináculo celeste y recibe el aire de un spiritual.
Mélida azul. Envuelto en una túnica de aspereza mora. Salpicado de retoños suaves. El llanto vigoroso desparramado por todo el contenido. El fuego concentrado, removedor de poros y cabellos. La ninfa centelleante, mimosa del ascua y de la carne. Las cuencas de las manos. El galope sin desmayo del centauro. Peldaño a peldaño. El vuelo soberano.
Mélida azul. Entre el baile de las olas. El rostro que aparece y desaparece. Olor a sándalo. Meditación. Negro brillante. La huella comba de un cuerpo lacerado. Un jirón. El nácar de los sentidos. La brisa inquieta que engalana mástiles y pechos. Algo tiñendo de esperanza la ventana. Las brasas fulgurosas. Magna vitalidad que hace flujo y reflujo… El hierro. Sentir los ojos de la figura, sentir su magma.