Vientián, 22 de abril de 1909
Sigo aquí.
Estoy en la Lani Guest House, una vieja casa colonial mantenida con esmero. No hay en todo Vientián mejor lugar que éste para alojarse. Es austero, sobrio, silencioso y elegante. Sus propietarios son gente delicada: en las habitaciones no hay televisión. Los muebles son de teca. Me cobran treinta dólares.
La fachada principal da a un templo. El edificio está al fondo de un callejón sin salida. En el jardín hay gatos, pájaros y árboles frondosos.
Somos, Naoko y yo, los únicos huéspedes. Fantástica soledad. Los turistas, torpones siempre, no llegan hasta aquí. Y si llegasen, no les gustaría. Lo suyo es el plástico, el diseño, el minimalismo y la música de fondo.
Ora et labora. Nos levantamos a las cinco y media de la mañana. Abluciones. Meditación. Un poco de fruta y un par de galletas de jengibre. Café. Correspondencia. Lectura de El Mundo en internet. A las siete ponemos manos a la obra. Cada cual en la suya. Yo escribo el libro sobre Soseki. Me está dando más guerra de lo que pensaba, pero ya se acerca a su fin.
A eso de la una salimos a tomar un piscolabis. Poca cosa. Yo, a veces, nada. Me gusta ayunar tanto como me gusta comer. Una breve siesta. Unos achuchones sin malicia. Un rato de lectura. Hoy ha sido Simenon. Encontré el otro día una novela de Maigret traducida al español por Joaquín Jordá en una librería de lance.
Entre 1959 y 1962 traduje ocho o nueve obras de ese autor por encargo de Luis de Caralt. Vivía de eso. Me pagaban catorce pesetas por folio. En tres o cuatro días, trabajando a toda mecha, a razón de cuarenta folios por día, dejaba visto para sentencia un relato de Maigret. No era imposible. Había mucho diálogo. Buenos días, hasta luego, comantalevú y cosas así.
A las tres reanudo la tarea. Naoko se va de compras, pero casi nunca compra nada. Es japonesa. Le gusta curiosear. Todos los japoneses son curiosos.
A las cinco cierro el ordenador, me doy una ducha y salgo a pasear. Tengo un podómetro en el cinturón. El paseo dura alrededor de hora y media: diez mil pasos, a veces más y nunca menos. Zancada extensa. Rapidez. Hay que mover los brazos mientras se camina. Sólo así se mueve, al unísono, el corazón. Caminar despacio no sirve para nada.
Miento. Sirve para ver.
Cena copiosa en un buen restaurante. La riego con media botella de vino. Naoko no bebe alcohol. Carece, como la mitad de sus compatriotas, de la enzima que lo metaboliza. Es una lástima. ¿Anda por ahí algún biólogo capaz de remediar esa carencia?
En Vientián se come muy bien: fue colonia francesa. Pido la cuenta. Dos personas: veinte dólares. En Tailandia o en Camboya habría pagado la mitad. En Laos, por culpa de los chinos, casi todo es más caro que en el resto de la zona, pero mucho más barato que en Vandalia.
Un masaje (energético, muscular, neurofisiológico, relajante, de pies y piernas, de cabeza, de cuerpo, de hombros, de hierbas, de aromas, de aceite… El muestrario es extenso. Cinco dólares, propina incluida), y al hotel.
No siempre. De cuando en cuando, a solas, me adentro en la noche. Soy cazador. Rastreo, olfateo, busco piezas. Rara vez capturo alguna.
Vientián no es lo que era, y yo, tampoco.
Una película en el ordenador. He traído un centenar. Son las once. Toque de retreta y de silencio. Apago la luz. Me duermo enseguida. La almohada se llena de sueños. Son intensos. Son excitantes. Son exuberantes. Cuando estoy en Vandalia, no sueño así.
Mañana, a las cinco, me despertaré y… La dolce vita.
Laos fue el Reino del Millón de Elefantes. Así lo llamaban. No todos han muerto. Algunos me visitan por la noche. Adoro este país. Detesto el que fue mío. En él no hay elefantes. Hay cabras. Ya lo dijo Gil de Biedma. Y donde hay cabras, abundan los cabrones, los cabritos y los cabreros. Yo no tengo pesadillas. Nunca sueño con los unos ni con los otros. Tampoco cuento ovejas. Prefiero contar las medidas que adoptaría, si fuese Obama, para salvar al mundo. Es sólo un juego. Sé que el ser humano es un animal irredimible.
Buenas noches. Les deseo que sueñen con un millón de elefantes. Yo también lo haré.