Mi amigo (omito su nombre) es una persona culta, de opinión ecuánime y ponderada; su afirmaciones, incluso sobre los temas más espinosos de política y religión, siempre me han parecido certeras. Se declara agnóstico y hombre de «izquierdas» (aunque esto último es cada vez un concepto más deletéreo). Por su profesión en la enseñanza, aunque ya está jubilado, tiene un conocimiento directo de la gente joven. Sus opiniones, como la de tantos otros docentes, está teñida de pesimismo. Habla de falta de valores, de ausencia de esfuerzo, de incivismo. Se queja de que nuestro pueblo está lleno de pintadas, sucio, descuidado en parte por culpa de la gente joven. Comentábamos el caso de las palizas grabadas en móviles y de cómo jóvenes de clase media, sin que haya causas económicas que lo justifiquen, caían en la delincuencia y el vacío moral. Su diagnóstico era claro: el abandono de la clásica moral cristiana había tenido consecuencias funestas. Incluso en el terreno sexual, una moral tachada de represiva y de excesivo rigor, era preferible a este «todo vale» que conduce al caos. Mi amigo, aunque no tiene clara la verdad de los dogmas católicos, aunque sea crítico con muchos de los actos de la Iglesia, tiene claro que el abandono de la clásica moral tiene un saldo negativo.
Estas opciones me han recordado el famoso «Manifiesto por Occidente» (su título original es L’ appello per l’Occidente, que quizá tuviera una traducción más exacta como llamada o apelación) del filósofo y Presidente del Senado italiano Marcello Pera. Pera es un hombre que se sitúa en la izquierda agnóstica y en la tradición ilustrada y racionalista europea, pero que reconoce que, ante las graves amenazas internas y externas, nuestra cultura occidental tiene que aferrarse a sus valores radicales (de raíz) que no son otros que los de la tradición cristiana. Con cierto esquematismo propio de este tipo de textos, pero con una gran claridad se enumeran y definen aquellos principios cardinales sobre los que tenemos que apoyarnos y a los que tenemos que defender: la seguridad, la vida («desde la concepción hasta la muerte natural»), la familia, la subsidiariedad (cuerpos intermedios, sociedad civil), la libertad, la religión, la educación. Todos estos valores se nutren del humus religioso y cultural del Critianismo; trasplantarlos fuera de aquí es tarea casi imposible.
Mi amigo el agnóstico, el señor Pera, la periodista italiana Orianna Fallaci, tantos otros, cada día más gente -creyente o no- coincide en una evidencia: los valores del Cristianismo son el suelo sobre el que pisamos las sociedades democráticas y occidentales. Sustituirlos puede ser una tarea difícil, quizá no imposible. Eliminarlos y poner en su lugar el vacío, es sencillamente suicida.