Un frío amanecer de noviembre de hace ya algunos años, al levantarme y descorrer la persiana del ventanal del salón que daba a la calle, advertí que estaba nevando copiosamente – como una lluvia infinita de pétalos blancos desprendidos de un almendro celestial. Un inmenso manto centelleante iba cubriendo la calzada y las aceras, así como, las azoteas de las casas de enfrente, en medio de una calma beatífica poco habitual, a pesar de que era un día festivo. Hacía sólo dos días que había enterrado a mi madre, y aquella inaudita representación que se abría ante mis ojos, me pareció la carta de presentación de una revelación, de una confidencia sobrenatural, la premeditada sospecha de que las almas buenas al abandonar el cuerpo al que habían pertenecido, se convierten en esencia de una inimitable pureza, igual que ese estado de limpidez que proporciona la nieve, y que por lo mismo, tanto la vida como la muerte participan de un mismo color, del blanco inmaculado.
No en vano, al nacer y recibir el sacramento del bautismo, se elige un paño blanco como la nieve para abrir los ojos del que acaba de nacer en un mundo de luz, y de un modo similar, una tela blanca envuelve el cuerpo difunto de quien acaba de expirar, en memoria del sudario que contuvo a Cristo muerto a la espera de la resurrección.
Uno todavía se acuerda de los inviernos de antes, de aquellos días sobre fondo sepia en que la gente se apresuraba a hacer cola delante del quiosco de castañas, y tras frotarse las manos para sacudirse el frío, se las calentaba aplicando las palmas sobre el cucurucho de papel colmado de castañas recién asadas. Eran días de mucho frío, y todo el mundo al plegar de trabajar, aligeraba el paso para llegar cuanto antes a su hogar, tomar asiento y calentarse en el acogedor brasero que tenía a los pies, siguiendo así la tradición familiar.
Aquellos que habitaban en el medio rural, al llegar el frío y las primeras nieves se protegían con la candela que encendían en el hogar, pudiendo así pasar horas en animada tertulia acerca de recuerdos familiares y de historias fantásticas que, por lo general, habían trascendido de generación en generación hasta nuestros días. La tierra escarchada, entretanto, comenzaba a cubrirse de blanco, comenzaba a revelarse como un paisaje de expresivo simbolismo, de ensueño, de una belleza que sobrepasaba los sentidos.
Hace frío, un frío cortante, glacial. El aldeano entrado en años, y acostumbrado a las inclemencias meteorológicas desde la niñez, permanece sentado ante su mesita y con los pies sobre una recia estera de esparto. Un brasero, bajo la mesita, confiere a toda la estancia una grata tibieza, un estado de bienestar que se agradece. El aldeano ha dejado por un momento el confortable calor del hogar, y se ha acercado a la ventana: – ha llegado la nieve – se dice a sí mismo.
Como una colonización silenciosa procedente de otro mundo, los infinitos copos van dejando una extensa sábana blanca sobre la desnudez del campo, sobre las ramas despojadas de los árboles del huerto, sobre los tejados disipados por la espesa bruma, y sobre la encalmada paz del camposanto. La nieve, en su gradual aterrizaje, va ocultando la línea del monte apenas divisada a lo lejos, y el mundo conocido va quedando sepultado bajo un manto níveo de silencio, como si la realidad en la que estábamos hasta ahora, se hubiese vuelto de pronto invisible a nuestra vista, y fuésemos presa de un sueño plomizo del que no es posible escapar. Hasta hay quien ha recordado la Anunciación de la Virgen, y llegado a creer que los copos de nieve que están cayendo son las palabras del ángel anunciador.
En un poema del poeta ruso Osip Mandelstam, se lee: «Cruje/ en los ojos la nieve como un pan limpio, inocente», como si la nieve ejerciera un poder depurador sobre la tierra, lavando todo aquello que la embrutece y la desacredita. A este fin, también es significativo y no menos hermoso, lo que el francés René Char expresa: «Con cuanta ternura ríe la tierra, cuando la nieve se despierta encima de ella». Es tal el grado de fantasía que la nieve desvela en ciertos espíritus, el estado de felicidad y complacencia que muchas veces procura, que uno pretende convertirla en eterno presente, respirarla como aliento fresco que infunde la naturaleza y no dejar ya nunca de sentir su presencia.
Pero, también la nieve supone el recogimiento del alma fatigada, el silencio paralelo al que ella misma desata en las conciencias, como bien puede apreciarse en la espléndida novela «País de nieve», del premio Novel japonés Kawabata, en la que en todas y cada una de sus páginas se deja sentir el desgarrador frío del entorno, y la sempiterna imagen de la nieve. Encerradas en sus casas debido a la extrema nevada que está cayendo, las mujeres pasan los meses del crudo invierno hilando y tejiendo la fibra de cáñamo que han estado recogiendo durante la época estival en las montañas. El protagonista de la obra piensa que el frescor de la nieve se hace notar en el reluciente blanco del tejido que con tanto primor confeccionan las mujeres en los días más ingratos. Es ciertamente concluyente lo que expresa en una de sus páginas: «Cuando pensaba en las telas extendidas sobre la nieve, confundidas con ella, sonrosadas con la luz de la aurora, experimentaba un sentimiento de purificación, y no sólo sus kimonos se desprendían de las manchas acumuladas durante el verano, sino que él mismo resultaba nevado».
De igual forma, también la nieve se convierte en espejo de quien la contempla , como suele ocurrir a quien se aventura a cruzar el desierto, despertando de ese modo a la imaginación, y procurándole aquello que uno anda buscando. Y, a la vez que imagen en el espejo, la nieve es sobretodo silencio, o por mejor decir, viene acompañada de silencio, y este mismo silencio se comporta además como espejo sonoro de nuestro estado interior, y más aún: este silencio es capaz de extraer del sonido una música nueva, infinitamente hermosa. Como una bella postal, el autor de «País de nieve» concluye: «La ventana se recortaba en el cielo de un gris uniforme del que caían como peonias blancas, gruesos copos de nieve en un silencio armonioso y tranquilo que tenía algo de sobrenatural».
Se da el caso, que en aquellos espíritus más sensibles al ver caer la nieve, parecen estar escuchando una música diferente, una acompasada melodía interior, casi de naturaleza divina, y más propia de los ángeles que de un ser terrenal, una música que armoniza y se acopla con el aura de silencio circundante, entablando así una especie de diálogo con uno mismo.
A su vez, como una ley impuesta por la naturaleza, la caída de los copos de nieve se va compenetrando con el singular canto que los monjes entonan en sus oratorios: el canto gregoriano, del que emana la música y el silencio, la capacidad de meditación y la paz interior, igual que en el interior de las catedrales, que a determinadas horas puede escucharse un armonioso conjunto de voces reverberantes recreando hermosas notas litúrgicas, a la vez que en el exterior del templo los copos – que parecen flotar al ir cayendo como delicadas plumas – brindan una musicalidad a todo aquel que pretenda reconocerla.
El silencio – como hilo conductor – se va imponiendo poco a poco al tiempo que la nieve va dejando huella de su presencia, siendo en el lenguaje poético donde el silencio y la naturaleza van ligados, componen un contrafuerte de lo mundano, de ese mundo ruidoso que rompe la cadencia de los minutos y las horas.
Como bien sucede al reinterpretar uno de los poemas más bellos y emotivos de Machado, perteneciente a los campos de Soria: Un mesón en el campo abierto. Nieva sobre el campo y los caminos. En el mesón viven dos viejos: el viejo dormita acurrucado cerca del fuego, mientras que la anciana, inmutable, hila, y de tanto en tanto, se acerca a la ventana y contempla el campo, como si estuviera escuchando pasos sobre la nieve. Sólo el silencio, el silencio que la nieve impone al otro lado del cristal: en su imaginación, aún ve al hijo que duerme su sueño eterno bajo el manto helado, y todavía lo espera.Sin embargo, ello es lo unico que puede hacer, mirar el silencio – como un ilimitado telón blanco – y abandonarse a la hiriente tortura de los sentimientos.
La nieve, por lo mismo, al ir sepultando la tierra parece detener el trascurso del tiempo y anular sus efectos devastadores sobre todo aquello que toca. Lamentablemente, al irse derritiendo, volvemos a concienciarnos de sus estragos, y de lo breve de la felicidad, así como, de la proximidad de la muerte. A este propósito, es inevitable transcribir el final del relato «Los muertos», de Joyce: «La nieve caía sobre los montes despoblados de árboles, caía suave, sobre cada punto del solitario cementerio. Se almacenaba en las cruces torcidas y en las lápidas, en las lanzas de la pequeña verja. Se oía caer la nieve débilmente a través del universo, caer como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y los muertos».
Por último, cabe traer a la memoria a ese hombre sencillo y de hábitos austeros, amante como pocos de la soledad y el silencio, de los paseos sobre la nieve, y que el día de Navidad de 1956 dejó su vida sobre la tierra nevada por la que tantas veces había dejado sus huellas, Robert Walser, el eterno paseante solitario: «Yacer, y congelarse bajo unas ramas de abeto sobre la nieve, !qué espléndido reposo!».
José Luis Alos Ribera