Bajo el refugio de la ignominia más recalcitrante y de la estulticia por venir aguardo a que me llegue la vida prometida sin soñar con otra cosa más cercana a la felicidad, a la felicidad absoluta, por advenimiento cultural y sociológico, no por impostura individual, ajena a la intelectualidad emocional de la que huyo como alma que se lleva el diablo.
Modelos de conducta construidos a imagen y semejanza de marcas comerciales con suficiente poder como para ejecutar la política de comunicación a su antojo, ideas que vienen, que van, pero que no pertenecen a nadie, propiedad de la colectividad más individualista jamás conocida, todo para mí y nada para el resto.
Tener, poseer, comprar, adquirir, ingerir, dominar, verbos que se conjugan en primera persona del singular, conceden el poder de la vida prometida, el ansía de disponer de pertenencias materiales por doquier, sin necesidad, acumulación, no ya del capital, sino de los efectos del capital, reconversión pecuniaria sin productividad moral.
La vida prometida es la vida por venir, la vida que no quiero, la vida de la que huyo, me alejo de los estándares sociales, no quiero poseer, sino compartir, no lo material, sino lo espiritual, que no religioso, la capacidad de ser feliz con las cosas sencillas de la vida, sin caer en demagogias de vodevil melodramático.
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