A la muerte no le sucede ninguna «otra vida», a la vida le sucede inevitablemente «otra muerte». Punto y final de nuestro «ser en este mundo», pese a que de alguna manera, gracias a nuestras cenizas, sigamos «estando en este mundo». Pero al no estar vivos, nuestros restos carecen de energía vital, y por tanto no son posibles los fenómenos de la imaginación ni de la conciencia; es decir, no sólo no seremos conscientes de que «estamos muertos», sino que tampoco podremos imaginar que «estamos vivos».
Esta conclusión no parece muy alegre pero tampoco es triste, porque si bien no concede ninguna esperanza para una vida sobrenatural, tampoco prueba que deba de haber un padecimiento o felicidad eterna posterior por causa de nuestro buen o mal comportamiento en este mundo. Este argumento deja sin una de las bases de la moralidad religiosa fundamental y que se supone deben ser motivo para que llevemos una vida ejemplar, pero es evidente que nuestro comportamiento no puede ser recompensado o castigado después una experiencia irreversible, como es la muerte, sino que esta recompensa o castigo debe producirse cuando tenemos la capacidad de sufrirlo o gozarlo; es decir, si creemos que debe de haber un cielo y un infierno, estos deben de estar aquí en la tierra, y experimentarse durante la vida y no después de la muerte. Por otro lado, aún hoy se siguen cometiendo atroces crímenes contra la humanidad con la esperanza de una hipotética recompensa en el más allá.
Otro de los aspectos extraordinarios de la muerte es que vamos a tener la oportunidad única de experimentar el «efecto» contrario de un fenómeno sucedido por primera vez hace 30 ó 40 mil millones de años, cuando tuvo lugar el suceso inverso al de la muerte, la descarga de una determinada energía que avivó unas sustancias muertas, obligándolas a «trabajar y padecer» para mantener esa vida recién adquirida, sin que por ello se pudieran librar de la muerte. Suceso narrado por el Génesis de forma alegórica y considerablemente alterada. De manera que con la muerte llega por fin la «paz» a las sustancias que hacen posible la vida, volviendo a su estado anterior, y que sólo el azar y la accidentalidad fueron la causa de su catarsis vital, que para millones de seres vivos ha sido, y aún hoy sigue siéndolo, una experiencia extremadamente dolorosa e infeliz.
No obstante, tras la extraordinaria experiencia de morir, que debe tener sin duda una «agradable sensación de paz y descanso», seguimos siendo parte de la vida misma, pues es innegable que todas las imaginativas teorías sobre mundos celestiales, reencarnaciones y resurrecciones de la carne deben tener algún fundamento, ya que se trata de ideas concebidas gracias a la intuición, y por tanto deben tener una razonable explicación.