Los niños sudorosos se acercan al vestíbulo del parque de bolas para recoger sus zapatos y abrigos tras haber celebrado el cumpleaños de su amigo. Están todos, salvo honrosas excepciones, enfadados ante el hecho de que se acabe la fiesta y se tengan que ir a casa. Para acallar los enfados de unos y otros me meto en medio y les digo que me cuenten un cuento entre todos. El más lanzado dice algo sobre un culo y todos ríen. Otros se van lanzando y van diciendo tonterías a cuál más fuerte hasta que tengo que poner orden y pedirles de nuevo que me cuenten algo. Empiezan a contar una historia inconexa de dragones, princesas, futbolistas salvadores del universo, robots imposibles y bailarinas preciosas. Cada cual relata su parte de la historia y entre todos tejen un collage de imágenes y un tránsito de los personajes desde el culo hasta que el futbolista le da un pelotazo en la cara al dragón mientras la bailarina besa al guerrero y la princesa les ordena hacer una opípara cena para todos. Prometí a los niños, y a mí mismo, que otro día nos juntaríamos y tomaría notas de todo lo dicho para elaborar un cuento en el que todos fuesen protagonistas. De este modo conseguí que la tristeza del fin de fiesta se trocase en ilusión y alegría. Nos despedimos y cada cuál nos fuimos a nuestras casas.
En el coche de regreso a casa, hablando con mi mujer de lo divino y lo humano, mi hijo, interrumpiendo como sólo los niños saben hacer, preguntó: «Papá, ¿de verdad vas a escribirnos un cuento?» No, respondí, vais a ser vosotros los que me contéis el cuento y yo lo voy a plasmar en papel. «¿Entonces luego se lo podemos regalar a los abuelos para que lo lean?» Le dije que, si fuésemos Belén Esteban, sí, sin problema, pues sin saber hacer la o con un canuto le publican libros y además son best seller. Tuve que explicarle qué es un best seller aunque no entendió la broma, por supuesto. Mi mujer me regañó por decirle esas cosas al niño. Esto es muy importante para el niño, me dijo, se trata de que su historia la conviertas en algo parecido a la literatura. Entonces, miré muy serio a mi esposa y le dije que la literatura la hacen ellos al contarme la historia. Pues la literatura escrita es relativamente reciente. Aparqué el coche y, tras ducharnos y cenar, mi mujer y el niño se fueron a la cama. Yo me quedé en el salón a oscuras pensando en cómo iba a escribir el cuento prometido. ¿Lo haría en pequeñas historias independientes? ¿Quizá capítulos sueltos que tuviesen un hilo conductor? En esas estaba cuando recordé la conversación del coche con mi mujer.
Pensando en la tradición oral, me di cuenta de lo siguiente. Veamos: los primeros vestigios de escritura que conocemos, la llamada protoescritura, es de hace aproximadamente cuatro mil años. Si tenemos en cuenta que nuestro primer antepasado, el Australopithecus, apareció hace unos cinco millones de años, podemos establecer, realizando una sencilla resta, que aproximadamente durante unos cuatro millones novecientos noventa y seis mil años el hombre convivió sin escritura propiamente dicha. Habrá quien diga que las pinturas rupestres pudieran haber sido utilizadas para contar historias y cuentos. Los primeros vestigios de esta pintura que nos han llegado están datados en unos diez mil años. Por lo tanto, estuvimos sin escritura cuatro millones novecientos noventa mil años.
Teniendo en cuenta que uno de los más importantes factores en contribuir al enorme desarrollo del ser humano comparado con el del resto de animales, es el hecho de haber podido transmitir el conocimiento de unos a otros. Primero oralmente, luego en pintura y finalmente por escrito. De modo que lo antiguo iba quedando alojado en el subconsciente formando nuestra tradición común. Esa transmisión oral hacía, pues, que el conocimiento partiese cada vez de un escalón más arriba consiguiendo que éste se elevase a la enésima potencia.
Ahora bien, pensando en todo ello me lleno de congoja y pena. Estoy convencido que en esos casi cinco millones de años de transmisión oral, tuvo que haber verdaderas estrellas de la narración. Auténticos genios del relato y el cuento. Aquélla época tuvo que tener sus Shakespeares y Cervantes de turno. Seguro, además, que el auditorio pedía una y otra vez que les contasen determinada historia contribuyendo a crear la figura del «best seller». Viniéndome muy arriba pienso en el ambiguo ser que, mientras toma una infusión de alguna hierba, despotrica contra los «best seller» hablando, en cambio, favorablemente de los cuentistas de autor.
En serio, si nos paramos a pensar, cinco millones de años da para muchas historias transmitidas oralmente que han dormido el sueño de los justos para no volver a ser despertadas jamás. Ahora que tenemos tantos inventos y avances en la ciencia, si se pudiera conseguir despegar de las rocas de esas cuevas los vestigios de nuestra literatura, los restos de aquéllas historias, los ecos de nuestra tradición más arcana, entenderíamos de una manera mucho más íntima y real la evolución humana. Sus preocupaciones, sus problemas, sus desdichas, sus alegrías, sus miedos. Es decir, todos aquéllos factores que definen nuestro subconsciente. Porque, no olvidemos, todo aquéllo que se hablaba entonces, como premisa de la evolución, quedó alojado en nuestro subconsciente y creó nuestros ídolos, nuestros miedos y nuestros valores. Quizá, gracias a ese invento, pudiésemos responder a la pregunta ¿de dónde venimos? y, quizá respondiendo a esa pregunta, podamos saber adónde vamos.