En estos tiempos de prisa y provisionalidad, los seres humanos deberíamos comunicarnos a través de los aforismos, como el que separa el grano de la paja, para dejar nuestras ideas libres de rebozo y oropel, desnudas en su concreción y resaltadas en lo esencial. Dicen los expertos que en una conversación, acaso un pequeño porcentaje de lo dicho es debidamente recordado, razón suficiente para dejarnos de circunloquios, exprimir en su justo contenido los conceptos e ir al meollo del asunto utilizando la técnica de la bendita síntesis.
Utilizamos el lenguaje como algo instintivo que no supone esfuerzo y en ese craso error hablamos de más, siempre de más, en un afán de convencer más que de conversar, de contar más que de escuchar para al final solamente oír el eco de nuestra propia voz, onda que no alcanza ningún dial, sonido apenas distinguido en el guirigay de la palabrería. De todo lo que decimos la mayoría no sirve para nada, hay que rebuscar para, a veces, encontrar algún significado libre de doble intención, esto es claro y conciso. De su valor es ya otra cuestión. Dice el Maestro Andrés Ortiz-Osés que el silencio es el metalenguaje de la palabra.
El silencio es lo único que permite escuchar completamente. Este axioma de Perogrullo no es conocido por todos sin embargo, más bien casi ninguno repara en él, claro que a veces tendemos a ignorar lo obvio. La palabra resume todos los silencios para pensarla, guarda celosa su significado, descifra el pensamiento, es en sí misma un tesoro inagotable para, a la vez, ser una cáscara vacía cuando se usa sin conocimiento. En este caso tiene varias acepciones: palabra hueca, palabra falsa, palabra maledicente, palabra ofensiva, etc. A Las buenas palabras se las lleva el viento. La palabra es la voz de nuestro silencio y por nuestras palabras se nos conoce.
Se me ocurre pensar en una máquina que mida las palabras, un artilugio que podríamos llevar colgado del cuello para contar las que pronunciamos al día. Menuda sorpresa, pero para ocurrencia mayor, un programa nos diría todas las inútiles y ahí, mis amigos, casi sería mejor ser mudo para evitarse el esfuerzo de hablar. Bueno, pero permitiría aprender, que no es poco. Ya casi en estado lisérgico imaginemos una conversación donde se dijera –Menos mal que me contradigo: quiere decir que vivo- (O-Osés). Daría una nueva perspectiva para aprender.
Pero las costumbres son recurrentes como algunos granos y demuestran simplemente la clase de pasta de la que estamos amasados. No vamos a ser cautos, ni prudentes, ni siquiera sinceros. Hablaremos con la métrica excedida, aplaudiéndonos como monos de circo en la pista de la estereofonía.
Todo por la palabra, pero sin comprometerla. Cambiar el mundo es evolución: cambiar la vida es revolución, nos dice Ortiz-Osés previniéndonos de lo irrenunciable.