La última película de Alejandro Amenábar ha colmado todas mis expectativas (y se habían generado muchas en base a trailers, exposición de vestuario en el Museo del Traje, discusiones y comentarios sobre su presentación en Cannes). Bien es verdad que no soy un crítico de cine, pero el mensaje y el lenguaje poético, como escritor y amante de la Literatura, me resultan muy cercanos.
No quedan demasiados testimonios sobre el personaje protagonista, su edad no es segura, sus obras se han perdido… Lo cual deja libertad al director para generar una reflexión y una cinta propia, digna del director, probablemente la más redonda de todas las que ha llevado a la pantalla.
Y ese pensamiento tiene que ver con el amor por la ciencia, con el rechazo por los fundamentalismos, con el desarrollo propio, con las personas que se dejan manejar y la evolución cíclica y a veces cínica de la Historia… y con mucho más.
Aviso para espectadores: es fácil engancharse al personaje del esclavo, verlo crecer y convertirse en el auténtico alumno de la protagonista, no tanto porque crea en la astronomía o no, sino precisamente su incapacidad para creer, a ojos ciegos, en ninguna de las realidades que se le presentan. Lo suyo, más allá de la atracción por Hipatia, es mera duda sin resolver.
Quizá sólo la muerte, en su llegar, en su último instante, nos traiga a todos una verdad reveladora que nos deje marchar con calma y satisfacción al otro lado.
Una película como para engancharse a la pantalla y dejarla marcada con los latidos del corazón angustiado, y las lágrimas nada fáciles despertadas por miles de sensaciones que surgen y se suceden en una pauta difícil de entender pues rotan sobre sí mismas y sobre un centro luminoso que les arroja claridad por un lado, dejando simultáneamente su otra mitad de en sombra. ¿Algo más cercano a la elipse imperfecta de nuestra vida, que quisiéramos círculo perfecto?