Me vino al chat acicalada de poesía. Sus palabras, escritas en corto y aderezadas con silencios casi sacros, eran como enigmas. Se desprendía de ellas, yo diría que una cierta mezcolanza entre amor y melancolía. Me escribía sobre olas de plata y sobre corazones gigantes dibujados en la arena de la playa. Me nombraba a Juan Ramón, a Hernández, a Rubén Darío, y a “nuestro Tagore”, haciéndome cómplice del de la India. Me hacía regresar a las estrellas caídas en el jardín, a Nino Bravo, a Olga Manzano y Manuel Picón, y al tango del que afirmaba que era pura pasión.
Me vino al chat envuelta en un tortuoso silabario. Sus palabras, escritas desde un litoral repleto de tesoros –eso al menos me decía- denotaban un denuedo hermoso por ver de equilibrar tristeza y alegría. Me atreví a pedirle un signo de identidad. Y quiso que jugáramos a adivinarlo. Aseguró que habitaba en un país en el que los naipes cobraban vida y en donde Risón reía y reía…
Y de pronto, como por encanto, desapareció del chat. Desde entonces, ando errante a la búsqueda de un hoyo milagroso por el que caer sin compasión para encontrarme con Alicia.