“Se venden poemas de amor y desprecio, de locura y de muerte como los cuentos de Quiroga. Se expenden versos que ahogan. Se hacen tercetos al dos por uno y sonetos al tres por dos, vendo versos sátiros, versos románticos, versos plácidos y versos apáticos, a peso la página. Anímese, para la novia, para la amada, para esa que tanto lo agobia, para con la que goza, para la pelada, o ya aunque sea para la esposa, remato trozos de mi alma borracha”.
(Después de no sé cuántas cervezas en una cantina del Centro, abordé el microbús en la esquina de Madero e Isabel la Católica el sábado pasado y comencé a pregonar lo antes dicho como auténtico merolico, imitando a los vendedores ambulantes que abordan en las esquinas. Luego de un trago a mi inseparable licorera, continué:)
“No se deje guiar por mi facha, deme la oportunidad de escribirle una canción, que para muestra, un botón: a diario escribo mis cuentos, dudo que alguien los lea, mi camino es algo incierto, ando muerto por dentro y sonriente por fuera, llego aporreado por la pasma y siempre ebrio a mi destino, nadie me espera en casa, sólo música y libros, levanto los escombros de mis días, que se deshicieron de un borrón, pero me canso de cambiar mi vida, siempre va de mal en peor. Pocas cosas en el mundo tienen sentido, la comida caliente y la bebida fría, buscar un trabajo decente y olvidar la poesía. Eso no es para mí, yo quiero un tequila, de Jalisco o de donde sea, para emborracharme en el paraíso artificial de mi azotea. Yo me bajo en Guerrero, allá hay una cantina, señores pasajeros, que no pide propinas. Yo me bajo en el suelo y me emborracho en la esquina, soy un perro sin dueño que quisiera sacarse una espina”.