Durante una de las estancias de Nasrudín Joha en Bagdad, asistió a un baile de disfraces y regresó a casa hecho una verdadera lástima. Llevaba su indumentaria hecha jirones así que, cuando su mujer fue a pedir ayuda a los vecinos, éstos le dijeron: “Se diría, Mulá, que te han dado una buena paliza”.
– ¡Se diría, se diría! ¡Claro que me la han dado! -, respondió Nasrudín Joha.
– Pero, Mulá, en Bagdad la gente no anda por ahí arreando palos a quienes se disfrazan por carnaval. Tú eres un maestro sufí.
– Ya, ¿pero quién le explica a los kurdos que vas disfrazado cuando ellos van buscando árabes para darles una paliza?”
Cuando bajó a Basora, encontró a un monje cristiano, muy humilde y observante, que se escandalizaba de que el Mulá bebiese vino, como si estuviera en la Persia gobernada por los mongoles. Así que le dijo a Nasrudín Joha:
– Mulá, tú vives a costa de los demás y no te remuerde la conciencia. Aprende de mí, soy tan desinteresado que jamás pienso en mí mismo, sólo en los demás.
A lo que el Mulá respondió sin inmutarse: “Yo soy tan altruista que me miro a mí mismo como si fuera otro; así que no me cuesta mucho servirlo como si fuera yo mismo. No sé si me entiendes, eremita cadavérico”.