Por: Belisario Rodríguez Garibaldo
Jurista, Periodista, Sociólogo,
Analista Político, Profesor y Escritor
E-mail: brodgari@hotmail.com
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Era un domingo 11 de mayo de 1992. El joven sale del zaguán oscuro muy lentamente, dirigiendo sus pasos, ordenándolos, pasándoles revista. A lo lejos la vieja campana de la catedral anuncia su existencia real como mudo testigo de los tiempos. Son las dos de la mañana. Otrora en esas calles existía el brillo reluciente de los edificios de colores pasteles, y de los balcones de una arquitectura antigua y colonial, que hace evocar al contemplarla, a una música lejana, casi nostálgica. Ahora la suciedad en que se encuentran las callejas vacías, anochecidas, apenas si puede ser contrarrestado por la brisa serena de esa hora de la madrugada.
El hombre sigue su caminar como poseído por un extraño embrujo hasta entonces desconocido. Hace unos días su rostro sereno embriagaba de confianza a todo aquel que lo conociera, además de una alegría casi chispa que se desprendía de sus ojos, revelando a los desconocidos un profuso amor por los bienes de la vida.
Pero pocos sabían que él estaba enamorado. Una bella mujer de cabellos negros y ojos profundamente azules, tez blanca y un sonreír dulce, pausado, mágico, había hecho florecer en el caballero de 30 años una extraña conexión de sentimientos. La primera vez que la vio se encontraba en la casa de reliquias y almacenamiento “Vanegas Céspedes”, a dos cuadras después de la bodega. Entrando preguntó al caballero que atendía:
– ¿Quién es la bella jovencita de aquella fotografía a colores sobrepuestos que está sobre el estante?
– Ah, aquella, esa es la hermana de mi madre – respondió el español con un claro acento que lo delataba – Murió a los 17 años en la guerra civil española.
– ¿Y cómo murió?
– Fue víctima de las hordas militares que azotaban los terruños. Un día llegaron al pueblo de mi madre y la chavala se negó a que le quemaran su biblioteca – Se repuso con una mirada ausente, como si estuviera tratando de recordar la historia heredada de familia – Mi madre decía que su hermanita era una joven muy inteligente, que era poetisa y se la pasaba siempre en casa tocando el piano y componiendo versos. Fue fusilada el 8 de octubre de 1939.
– ¡Miserables! ¿Y dime, buen hombre, tu tía tuvo un pretendiente alguna vez?
– No, y esto amigo mío, es lo que no entiendo; pretendientes como pretendientes tuvo muchos, pero nunca un prometido. Ella decía que estaba esperando a un caballero que vendría del nuevo mundo, buen mozo y que se aparecía en sus sueños desde que era niña. Que aquel caballero que aparecía en sus sueños vendría desde lejos, que vendría para amarla sincera y eternamente, que era su destino irremediablemente. Sin embargo aquella premonición no se realizó.
De momento Ángel Castillo se quedó mudo, su mirada atónita, lela, se perdía en el techo carcomido de aquel establecimiento. Recordó unos sueños de una mujer hermosa que había soñado cuando niño, y era muy parecida a la que se mostraba en la foto de aquel estante de madera. Pero nunca había vuelto a tener eso sueños desde que era niño, excepto esa noche de mayo en que dormido, despertó sobresaltado con extraños gritos que se revolvían en su mente. Eran gritos de dolor, de rabia, de impotencia, de seres humanos que él nunca había conocido. Escuchaba llantos y fragor de balas lloviendo con furia sobre cuerpos mojados, cubiertos de lodo y pólvora, al compás macabro de un tambor hambriento de vidas humanas.
Esa noche tomó la decisión de salir a caminar por el barrio dormido para despejar un poco el cerebro:
– Me tomaré un par de cervezas, creo me ayudarán.
Pero al salir de su morada, el brillar de la noche serena lo envolvió nostálgico, como si hubiera algo en esa noche obscura que lo llenaba de encanto. Entonces encaminó sus pasos en sentido opuesto al anteriormente propuesto. Sus pasos hilaban uno a uno, como si se pasara revista a sí mismo, como si fuera un soldado solitario en medio de la noche, haciendo centinela lenta y cansada.
El mar se encontraba con la marea alta, razón por lo cual decidió acercarse al Paseo de las Bóvedas, con una necesidad de contemplar la inmensidad, como un deseo humano de comprender la grandeza de algún Dios misterioso, oculto.
Cavilaba el Hombre observando el trepidar de las olas. Batallas olvidadas y gritos de guerra revoloteaban en su memoria, y más allá, una hermosa mujer de tez blanca, negros cabellos y profundos ojos azules que impacientes esperan la hora de su muerte. Pero no teme. Ella sabe que existen cuestiones, ideas, significados inexorables que trascienden aun después de la muerte. Por lo menos el amor es una cuestión que no pueden explicar los hombres con palabras, pero los mueve en esta vida, en todo instante, siempre con un hálito de esperanza. Ella amaba, amaba con vehemencia a un caballero de tez morena que aparecía en sus sueños desde que era niña.
La poesía, el amor, la vida, la sabiduría incognoscible por los tiempos, estaban allí, muy cerca de ella en la hora de su muerte. En el paredón, en esos diez segundos, que eran los instantes últimos de su vida, un cúmulo de impresiones se le abultaban en el alma. Y entonces ella sintió paz. Sabía entonces que era la vida: la vida era la conciencia, la plena conciencia de vivir. Morir era sólo la manera de aprender a vivir.
A lo lejos el mar, el cielo, las gaviotas nocturnas, que aunque no se ven, se les puede escuchar el vuelo. Á‰l buscaba con vehemencia un algo, una sustancia, para poderla asirla entre las manos, esa esencia que siempre se busca en el largo camino. Y a lo lejos ella. Mucho más lejos él. Á‰l buscaba signos de que en algún lugar del infinito existe lo imposible.
De repente los dos saltan rebosados de alegrías y tristezas, saltan hacia el aire, desde la tierra; saltan hacia el espacio infinito, y se encuentran en todos lados. En una acumulación de sentimientos e ideas, los dos se encuentran allí y se abrazan el alma; se besan sin tocarse los labios, sin que los contactos terrenales interfieran.
Es él y ella:
– Te esperaba desde hace mucho tiempo – dice ella.
– Y yo venía a ti desde milenios, te busqué durante la vida entera, la vida misma.
Mas allá el mar, el inexorable e infinito mar, la brisa serena de las tres de la mañana del 12 de mayo de 1992, el aroma delicioso de la vida se respira en esa hora de embrujo. Más allá, el trepidar de los fusiles e himnos de guerras que suenan desde lejos, y que convierten el escenario en un teatro absurdo de contradicciones en cuyo fondo, muy adentro, se llama, se implora, se respira amor.
– Cuánto te amo.
– Y yo cuánto te he amado.
– Te siento muy cerca.
– ¿Dónde estás, no te veo?
– Estoy aquí, muy cerca de tu alma.
– Entonces sólo ámame, que la vida está aquí muy cerca de nosotros.
– Yo no he muerto.
– Ni yo tampoco.
El 12 de mayo de 1992 encontraron el cuerpo ahogado, sin vida, de Ángel Javier Castillo, unos pescadores que transitaban por la playa sucia y maloliente. Sin embargo, a lo lejos, el cielo relucía con todo su esplendor, con un azul penetrante a los ojos humanos.
El 8 de octubre de 1939 yacía el cuerpo de Alma Sofía Céspedes, fusilada por predicar el evangelio más noble: la sabiduría y el amor. Si no fuera porque llovió la noche anterior y el olor a pólvora que se siente en el ambiente, se diría que es la mañana más linda que tuvo su pueblo en muchos años. El cielo de un azul rojizo involucra a todos en la búsqueda de nuevas cosas en que creer, en un mundo inconmensurable y nuevo. Se busca el pasado, se vive el presente, y se construye el futuro.
* Belisario Rodríguez Garibaldo. VEINTICINCO AÑOS DE SOLEDAD. Cuentos & Relatos. Editorial CIEN. Panamá, 2005.
– Este pequeño libro consta de cinco cuentos (“Ángel y Alma”, “Entre el Bien y el Mal”, “La Estatua de Afrodita”, “El Muro de los Lamentos” y “Veinticinco Años de Soledad”) y un breve Prólogo del escritor y biólogo panameño David Robinsón. Á‰ste señala que Belisario Rodríguez Garibaldo “nos reta a salir de la charca al plantear situaciones narrativas que obligan a pensar y no solamente contestar la pregunta sobre la función del libro de cuentos, también una pregunta mayor: ¿Para qué vivir?”.