Confieso que he leído El Código da Vinci y Ángeles y Demonios de Dan Brown (esta última ha sido recientemente llevada al cine, en una película de facilones recursos y ciertamente muy entretenida), y que me han resultado lecturas amenas y distraídas, llenas de acción y, a veces, de disparatada imaginación. Como mis lecturas inolvidables de Julio Verne o mis lecturas ya maduras de Pérez Reverte (salvada una clara diferencia: el francés y el español escriben mucho mejor que Brown.) Sin la magna polémica mediática y la máquina del marketing americano, estas obras hubiesen pasado a la historia de la literatura como narraciones de mero entretenimiento y como productos de una moda general que mezcla lo histórico y lo misterioso en dosis preconcebidas. Sin embargo, la realidad es que han provocado (libros y películas) un enorme revuelo mediático y se han convertido en un fenómeno social. ¿A qué se debe?
Acudo a mi condición de filólogo, aunque con frecuencia perdido en vericuetos extrafilológicos, para intentar explicar este desaguisado. Lo que ocurre con los libros de Brown es que no se tiene en cuenta la cuestión de los géneros literarios. Cuestión que parece pequeña, pero que es decisiva. Ante cada texto, tenemos que sabe cuál es su género, esto es, simplificando la cuestión, cuál es la intención última del autor y qué reglas de juego va a usar. En la misma «Biblia» el tema de los géneros es capital. Hay que leer el «Génesis» como un relato mítico, «El cantar de los cantares» como lírica amorosa o el «Levítico» como un compendio jurídico. Si los vemos como libros históricos, estamos desenfocando la lente y nos armaremos un lío. Me hacen gracias aquellos investigadores que se fatigan en buscar lugares, nombres y referencias reales en «El Quijote», olvidándose de que Cervantes no escribió una crónica histórica, sino una ficción narrativa.
Del mismo modo, todo queda desenfocado cuando vemos en las obras de Brown libros con un valor histórico o que conllevan cierta investigación histórica. No hay nada de eso. Es más: no lo pretende. Permítaseme que subraye esta diferencia capital: no es que sean mala historia, poco documentada o errónea, es que «no» son historia. Pertenecen a otro género literario. Son pura, ficticia y entretenida literatura. Tan ficticia como la de Borges, Kafka o Mann; sólo que peor.
Intentar refutar -en serio- los grandes relatos del Cristianismo con estas ocurrencias, es como luchar con un gigante haciéndole cosquillas con una pluma.