Justifiqué en el mundo mi presencia con algo de valor y de inocencia… Con qué mansedumbre nuestro poeta, Antonio de Salas Dabrio, deja caer su alma sobre los adoquines fríos de aquella Huelva ataviada de negro y blanco. Aquella Huelva blanquinegra que se quedó prendida para siempre en las pupilas de Manuel José de Lara y que de manera tan noble evoca en el prólogo de Pequeña eternidad, cuando con cinco años se encontró ante el lírico de la amargura “en aquel bazar tan suyo de la vida y de la muerte”. Y lo nombró sobrino emparentándolo con la palabra. Una Huelva que yo sí conocí y te aseguro, Manuel José, que era tal y como te la han escenificado.
A nuestro poeta, Antonio de Salas Dabrio, lo vislumbro una tarde gris de desencantos en la casa de la plazoleta, junto a tu padre y al mío. Los tres con los pensamientos puestos encima de la mesa camilla. Carlitos Gardel arrullando la bohemia desde la Philips de caja. El aderezo de las volutas de humo de los Ducados que el articulista calañés empalma, desmadejado en un río de aguas tintas y la lágrima resbalándole por su rostro de niño perdido y abandonado. Y en ello, nuestro poeta desgranando los versos más tristes, los versos más amargos: Ya de tanto vivir desesperado / quiero acabar mi tedio con decoro/ y será mi puñal asta de toro / donde he de suicidarme engalanado… Y cuando el asta al fin mi carne acierte / tiraré la montera de la vida / en el brindis supremo de la muerte.
Con qué mansedumbre nuestro poeta, Antonio de Salas Dabrio, deja caer su alma sobre los adoquines fríos de aquella Huelva, Manuel José, ataviada de negro y blanco.