Mi admiración por la tierra de Homero viene de lejos, de mis años de adolescente, cuando cursando el bachillerato me acodaba sobre la mesita en la que hacía los deberes escolares, y me daba por desplegar el mapa doblado que encerraba el atlas de geografía universal, entregándome con tesón a indagar acerca del confinamiento de los continentes y océanos que contiene nuestro planeta, así como las numerosas islas – que como pedazos de tierra parecían flotar en la superficie de las aguas – ostentando nombres hasta cierto punto llamativos y no menos curiosos. A su vez, también atraía mi atención el texto de historia, tan lleno de nombres de dioses y de grandes héroes de civilizaciones antiguas y especialmente de aquellos que dejaron su huella imborrable en el país heleno.
Años después, habiéndome vuelto un ávido lector de todo aquello que hace referencia a Grecia y sus islas, tuve ocasión de leer la siguiente sentencia de Lawrence Durrell: «Otros países pueden ofrecerte descubrimientos en cuanto a las tradiciones y al paisaje. Grecia te ofrece algo mejor: el descubrimiento de ti mismo».
Me hago cargo de que lo que puso al país heleno en mi punto de mira, aquello que acabó por decidirme a visitarlo en compañía de unos amigos, fue la lectura casual de un libro sorprendente y bellísimo a la vez, reflexivo y revelador por otra parte, un canto de amor eterno a la dignidad y grandeza de esa tierra luminosa y sus gentes, poblada de legendarias leyendas y héroes mitológicos, suntuosa morada de los dioses que parecen permanecer en un largo sueño en el curso de los siglos y al mismo tiempo estar dispuestos a salir de su letargo en cualquier momento. «El coloso de Marusi» del escritor americano Henry Miller, despeja cualquier dudao malentendido que pueda tenerse de grecia, aproximando sin retóricas ni artificios al lector a su desenlace histórico, a sus gentes, y a los latidos de una tierra consagrada por una explosión de luminosidad sin precedentes.
Uno deambula llevado de una suerte de felicidad súbita, por el populoso y pintoresco barrio de Plaka – en la ciudad vieja – por sus angostos y tortuosos callejones, descubriendo a cada paso las diferentes tabernas con patios emparrados, y las añosas fachadas de las casas como testigos mudos de tanta historia, y más adelante las escaleras de piedra que llevan hasta la misma Acrópolis. Mientras paseaba por este tradicional barrio ateniense, me vino a la memoria un poema de Gil de Biedma, empañado de una nostalgia dulce y balsámica:
Bienvenidas imágenes de Atenas.
En el barrio de Plaka
junto a Monastiraki,
una calle vulgar con muchas tiendas.
Si alguno que me quiere
alguna vez va a Grecia
y pasa por allí, sobretodo en verano,
que me encomiende a ella.
Era un lunes de agosto
después de un año atroz, recién llegado.
Me acuerdo que de pronto amé la vida
porque la calle olía
a cocina y a cuero de zapatos.
Atenas se abre ante uno desvelando la pureza y la raíz noble de sus habitantes, su carga de lealtad y de franqueza, sin tan siquiera avergonzarse de ser portadores en más de una ocasión de andrajos, sino sintiéndose orgullosos de ello. Desde que puse los pies en Atenas, supe que acababa de llegar a un nuevo mundo, único y primigenio, a una tierra mágica, involucrada en las diferentes etapas históricas, por lo que muy pronto me sentí ligado a ella.
De lo que uno no deja de apercibirse a poco de convivir entre los atenienses, es de que no parece haber sido olvidada por los dioses, por aquellas mismas divinidades que tanto contribuyeron – en el orden mitológico – a su desarrollo y expansión cultural. El ciudadano griego hace amigos con facilidad, es de trato amable y abierto, y se ofrece sin tener que estar rogándole, por lo que difícilmente uno se perderá en Atenas, dado que siempre habrá alguien dispuesto a echarte una mano y llevarte, si es preciso, hasta el lugar que se le indique.
El griego es servicial y condescendiente por naturaleza, y aunque la tierra que le vio nacer no sea de las más afortunadas en el orden económico, no deja por ello de sentirse satisfecho por ser quien es, y de dónde es. No en vano, en el diálogo conocido como «Timeo», Platón hace decir a un sacerdote egipcio dirigiéndose a Solón: «vosotros, los griegos, siempre sois niños. !Un griego nunca es viejo!».
Pese a estar casi a mediados de noviembre, el tiempo era seco y hasta cierto punto caluroso a determinadas horas del día. Cuando iba anocheciendo, bajaba una brisa templada de las montañas colindantes con la ciudad, concediendo un poco de fresco al ambiente recalentado durante toda la jornada, por lo que no venía mal algo de abrigo. Al llegar a la fastuosa Acrópolis, uno queda deslumbrado por su majestuosidad, por la fuerza de la edad a través de los siglos, y por la abrumadora cantidad de piedras que la pueblan, y que en su conjunto recuerda a un gran cráter volcánico que se ha ido vaciando a partir de las excavaciones perpetradas por los arqueólogos. Sin embargo, a pesar del aparente desorden establecido, todo parece guardar el orden y el equilibrio necesarios para que tales ruinas sobrevivan al paso del tiempo, y continúen guardando afanosamente numerosos secretos y leyendas entre sus piedras.
Y la luz, esa misma luz que ha deslumbrado a tantos viajeros, que les ha hecho ver de otro modo la faz pavorosa de esta tierra, la luz del principio de todas las cosas, la energía originaria que dio principio a la vida, y que conmovió de tal manera a Henry Miller, que cuando recorría la costa bordeando las aguas del Egeo, llegó a decir: «En Grecia, uno siente el deseo de bañarse en el cielo, librarse de la ropa, correr, y de un salto sumergirse en el azul. Uno desea flotar en el aire como un ángel».
Los grupos de turistas que acuden a diario a visitar la Acrópolis, recrean su mirada en el montón de ruinas desenterradas – como cuerpos rescatados sin vida – y es tal su ensimismamiento, que no son conscientes de la presencia de otros turistas entre ellos.
Con la primera luz del alba penetrando por el balcón de la habitación del hotel en que me alojo, la ciudad, a medida que pasan los minutos va reluciendo como una piedra preciosa, va desperezándose en todo su esplendor, tomando nuevos aires y renovadas esperanzas en el nuevo día que comienza. A la caída de la tarde, cuando las primeras sombras se van desplegando como las alas enormes de un pájaro ancestral, y la noche toma asiento definitivo, Atenas – replegándose en un profundo letargo – es acribillada por numerosas luces parpadeantes que parecen flotar en una atmósfera de otro tiempo, invitando al viajero atento y curioso al acto reflexivo y a espolear la memoria. Porque siendo Grecia el país de la luz, la misma importancia adquiere la luz diurna como la de la noche bajo un cielo resueltamente sereno y tachonado de infinidad de estrellas que acaban reflejándose en las tranquilas aguas del Egeo, por lo que no es aventurado concluir – como dejó dicho un avezado viajero – que en Atenas se muere bajo las estrellas.
En esta ciudad noble y mítica, uno se siente atiborrado con la sensación de eternidad, de intemporalidad, y al regresar al mundo occidental, a lo ultramoderno, todas esas resonancias del pasado que ocupaban nuestra conciencia, quedan hechas pedazos, se vienen abajo como un castillo de naipes. Grecia no sólo es la tierra de los griegos, sino también la cuna de los dioses, y aunque ya no existan su presencia se deja sentir cada uno de los días del año, porque aquellos mismos dioses tenían proporciones humanas, y habían sido creados por el espíritu humano
José Luis Alos Ribera