Es un lugar común que una pata importante en la que reposa una vida exitosa, es gozar de una sólida autoestima. “Autoestima” es sin duda uno de los conceptos que más utilizamos a nuestro antojo, a discreción, y muy a menudo confundiéndolo con aspectos relacionados con el orgullo, la vanidad o la soberbia. Sin embargo, entre aquella y éstos, hay fundadas diferencias, que tienen que ver con otros dos conceptos algo menos conocidos: autoconcepto y autoimagen.
En un taller de conocimiento personal, la semana pasada, una mujer de treinta y dos años, comentaba que ella no tenía autoestima porque de sus cuatro hermanos, ella era la única que no tenía un piso en propiedad, ni había fundado una familia. Su gran error era concebir la autoestima como producto de la autoimagen, es decir, de cómo ella cree ser percibida por los otros, en definitiva: de una comparación con “modelos idealizados” que laten en su mente. Si nos dejamos llevar por su “victimismo”, podemos caer en la, poco favorable para ella, tentación de consolarla, e intentar reconfortarla, si bien, una intervención más acertada nos llevaría a cambiar el orden en el que ella establece el binomio causa-efecto. En este sentido, es más acertado pensar que uno no tiene lo que desea, porque no goza de una buena autoestima, a pensar que uno no tiene una buena autoestima, debido a que no tiene lo que desea. No debe de ser por otra cosa que el psicoterapeuta canadiense, Dr. Nathaniel Branden la define como la confianza en nuestro derecho a triunfar y ser felices.
A menudo, autoestima y humildad, para numerosas personas son valores difíciles de conciliar, ya que, en sus cabezas, existe la arraigada creencia de que humildad es simplemente, tener una mala opinión de los talentos personales, de la propia valía, de las características personales que cada cual tiene. Esta falsa concepción de humildad, que echa sus raíces en nuestros condicionamientos culturales, es uno de los grandes torpedos a la línea de flotación de una buena autoestima.
Más allá de la comparación, y de la autoimagen, la autoestima será una aliada apropiada para conseguir cubrir nuestras necesidades, si es producto del autoconcepto, es decir, del conocimiento personal y de la gestión que hacemos de nuestras emociones. Por lo tanto, hablar de autoestima, obliga a una evaluación continua de uno mismo, e implica tener un diáfano convencimiento de lo que se puede y no se puede hacer. Todo ello se traduce en un aumento de nuestras capacidades: de afrontar desafíos, de desarrollarnos en libertad y con una esencial mejora de nuestras relaciones con los demás.
Una autoestima deteriorada puede convertir las relaciones con los demás, simple y llanamente, en imposibles. En una relación educativa, en la familia o en el trabajo, una baja autoestima puede traducirse en un fuerte autoritarismo (con castigos indiscriminados), un permisivismo irracional, una insuficiente atención, importantes faltas de afecto, o en un clima lleno de falsas expectativas. En una relación de pareja, se puede traducir en una desgastante monotonía, que termine en una sensación de “soledad acompañada”, llena de continúa rivalidad y con poca satisfacción afectiva.
Por el contrario, las personas con una fuerte autoestima afianzada en un saneado autoconcepto, se relacionan de modo positivo y constructivo, no caben los celos, ni las envidias (más propias de la comparación y de la autoimagen), por lo que, no se sabotea el trabajo ni los logros de los demás. No son amigos de enredos, críticas o chismes para desprestigiar a los demás. Saben pedir y aceptar generosamente el apoyo de los demás. Finalmente, tener una autoestima saneada implica buscar y saber encontrar, siempre dentro de los límites de mi persona, las razones y las causas de mis desencuentros, de mis desamores y de mis enfados
La autoestima bien instituida se cimienta sobre la certeza de que dentro de cada persona hay una idiosincrasia que nos hace únicos, una gran riqueza interior que nos permite construirnos como personas valiosas. Y es justo esto lo que a menudo se ignora, porque se antepone la valoración que los demás hacen de nosotros, sobre el esfuerzo de conocer nuestra esencia peculiar, auténtica base de una autoestima equilibrada.