Cultura

Autorretrato con pasaporte judío

 

Dejándome llevar por mi afición al mundo del arte y de la pintura en particular, y sintiendo un apego especial por los secretos que los retratos esconden en muchas ocasiones, me he recreado más de una vez con la contemplación de las muchas páginas de un grueso volumen dedicado a reproducir las obras de arte contenidas en el Museo Thyssen, que de modo circunstancial fue a parar a mis manos.

Hay retratos, por lo general, que parecen haber sido realizados por el pincel o la cámara del artista en un instante determinado, sin previo aviso, improvisando por sorpresa al retratado, con el propósito de dejar constancia de esa actitud, de esa mirada sumida en el misterio, de esa pose  para los tiempos venideros.

No deja de sorprender – al recorrer el numeroso y variado surtido de pinturas de Thyssen – obras tan admirables y determinantes, como, por ejemplo, la que lleva por título «Hugo Rrfarth con un perro» de Otto Dix, pintada en 1926, o la precisa intuición del no menos genial George Grosz para afrontar la vida cotidiana berlinesa de entreguerras, resaltando en su obra el apogeo del apocalipsis, y la locura colectiva, como respuesta al declarado pesimismo del artista ante la gran tragedia que se avecinaba en toda Europa.

Tratando de investigar hasta cierto punto en la producción artística desde la llegada del nazismo al poder en 1933, rastreando sobre los diferentes artistas que la Alemania nazi marginó, tachando sus obras de «arte degenerado», descubrí una pintura aparte, magistral en su composición, y estremecedora en cuanto a su hondura y significado, el autorretrato  de un pintor que vivió, o por mejor decir, malvivió, padeció, y murió durante los turbulentos días de la barbarie nazi, un artista aún hoy día poco conocido para el gran público, silenciado injustamente del mundo artístico de la primera mitad de la pasada centuria.

Había nacido Felix  Nussbaum en Hanover en 1904, donde estudió Bellas Artes, conociendo el éxito desde sus primeras exposiciones, hasta que en 1933 con la llegada de Hitler al poder, se vio forzado a abandonar sus estudios, y al lado de la que cuatro años después sería su esposa, tuvo que pasar los siguientes diez años exiliado en Bélgica. De este modo dio comienzo su aislamiento artístico y emocional.

Fue arrestado en la Francia ocupada, en 1940, siendo internado en el campo de Saint-Cyprien, del que logró evadirse y refugiarse junto a su esposa en casa de un amigo pintor, en Bruselas. Corría el año 1944, cuando tanto él como su esposa fueron descubiertos y deportados a Auschwitz, en donde morirían gaseados como tantos otros judíos.

Toda la obra de Nussbaum, lo mismo que su vida en esos años sombríos, refleja la desesperación y el horror que debió sentir recluido en el campo de concentración. En 1955 pudieron contemplarse las primeras obras que salieron del olvido, si bien el pintor fue en verdad descubierto cuando  su sobrina se convirtió en propietaria oficial de un centenar de pinturas. Y, como bien ha dejado señalado César Antonio Molina, la pintura de Nussbaum es una premonición de la industria de la muerte. Poco tiempo antes de ser deportado a Auschwitz, le dijo a uno de sus más fieles amigos: «Si yo muriera, no permitas que a mis obras les suceda lo mismo, muéstralas al mundo».

Desde el primer momento quise saber por qué me llamaba de un modo tan especial la atención el retrato de ese hombre que parecía estar clavándome su mirada en la mía, una mirada cargada de angustia, pavorosa, y hasta suplicante, de una lenta y conmovedora agonía, de alguien que da la sensación de estar despidiéndose de este mundo, que lo que tenemos ante nuestros ojos ya no es más que un espectro, una sombra que va palideciendo paulatinamente hasta quedar ni rastro de lo que una vez había sido.

En verdad, un cuadro así nos enfrenta de inmediato a ese misterio insondable y perturbador que es la identidad humana. Cabe pensar, que si ese misterio es intrínseco al retrato de la figura humana en general, cómo es que no suele suceder lo mismo con otros retratos, ya no únicamente de la misma época, sino de aquellos que nos deparan las pinturas antiguas, expresando más de uno los diferentes grados de la alegría y la tristeza, la felicidad y el dolor, la arrogancia y la santidad más enconada…

Parece, según se mire, que está absorto, recluído en el interior de sí mismo, pero, a la vez, no pude ignorar del todo el mundo que le rodea. La imagen ciertamente tenebrista del fondo del cuadro, nos puede hacer pensar en las sombras que recrean, decoran, y condicionan el cine expresionista, especialmente, las películas de terror y suspense. Siempre que me fijo en la cara del retratado, tengo la sensación de estar descubriendo a un hombre único e irrepetible, dotado de una vida como la de cualquier otro hombre, pero llevando la oprimente carga del miedo, del dolor, y de la desesperanza, hasta límites fuera de la razón.

Más de una vez, uno se queda mirando a un desconocido que está sentado en un banco,en el andén de una destartalada estación de tren violentada por la furia del viento, enfrascado en la lectura del periódico, y comprueba con asombro que ahí no hay nadie, que puede ser cualquiera menos un ser pensante. Surge ante nosotros el recortado semblante de quien nunca hemos visto, del perfecto desconocido. Y, ese rostro, en sí mismo, puede convertirse de pronto en un gesto de ofrecimiento, en una súplica, en un desafío, y hasta en un mensaje que deberíamos descifrar. En esos mismos años, el pintor expresionista alemán Max Beckmann, escribió: «El yo es el gran misterio velado del mundo», dando a entender que el retrato es el género más misterioso, más críptico, de las representaciones en el mundo del arte.

Según el juicio de algunos, hay fisonomías proféticas, como en el caso del autorretrato de Felix  Nussbaum, provisto de ese estado de angustia que parece estar paralizando su vida, inmovilizando su marcha, y por lo mismo, convirtiéndolo en un ser aletargado, pétreo, como una de esas figuras de cera que pueden verse en un museo de pavorosas personalidades durmiendo el sueño de los inmortales.

Deteniéndonos ante el cuadro en cuestión, apreciamos de inmediato la figura de un hombre todavía joven, con sombrero, con el cuello alzado del abrigo – denotando un frío día de invierno -, la estrella de David como emblema de su condición de judío, y mostrando abiertamente el documento de identidad con sello judío. Y, sin embargo, no es un retrato más: es el retrato del horror y la humillación, del dolor y la impotencia del pueblo judío. En el fondo, un alto muro lo enmarca, y por encima del hombre destacan las alambradas herrumbrosas, una parvada de cuervos surcando el cielo, un árbol con las ramas tronchadas, y un siniestro edificio que se asemeja al de una torreta de un campo de concentración.

El hombre que con la cabeza girada no deja de mirarnos, se encuentra en el rincón del muro alto y medio en sombras.Por el color de su rostro, parece demacrado y enfermo. De sus ojos ensombrecidos y como de espanto nos alcanza una mirada en extremo llena de tirantez, como una máscara, una mirada vigilante y temerosa a un tiempo. Su imagen, en su conjunto, no es precisamente la imagen de alguien que se encuentra descansado, o acaba de salir de un pesado sueño, sino, por contra, la de un hombre que camina con rapidez, que pretende escapar – aunque sea mediante la imaginación – de esa vida infrahumana y animalizada que le ha tocado vivir, como tantos otros de su misma condición, y que instantáneamente ha girado la mirada como si fuese consciente de que lo estamos observando, de que estamos siguiendo sus pasos, y de que incluso estamos adivinando su pensamiento.

Este personaje anodino que parece haberse detenido y nos mira, es Felix  Nussbaum, el malogrado pintor del holocausto, quien no verá recompensada su obra en vida. Si aún seguimos visualizando el cuadro tratando de hallar algo que nos ha pasado desapercibido, alcanzamos a ver unas cuantas florecillas blancas, de un blanco perla, como si con las mismas el pintor hubiese querido dejar ese rayo de esperanza que es lo último que se pierde.

Bien se podría poner en boca del autorretrato de Nussbaum, la sentencia lapidaria que declaró el escritor Primo Levi, superviviente del holocausto: «Por un momento, he olvidado quien soy, y donde voy».

José  Luís  Alós.

Sobre el Autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.