Antes de que las nieves cubran la serranía y los vientos helados barran los pueblos de las laderas y los valles por donde culebrea el Guadalquivir, una visita a Baeza, esa Cáceres andaluza que castellaniza en piedras su tranquila faz urbana, es una iniciativa aconsejada.
Merece perderse por los cerros de Ášbeda para extasiarse con ese mar de olivos que ocupa todo el paisaje hasta donde la montaña impide el cultivo de un árbol milenario que es fuente imprescindible de riqueza y cultura.
Contemplar la humilde y austera aula en la que impartió clases el alma de un poeta universal que sólo hablaba al hombre que va consigo y perderse por callejas empedradas alrededor de la Catedral, ya convierten el viaje a Baeza en una experiencia sumamente satisfactoria.
Y degustar su aceite, con el que elaboran toda una rica gastronomía, y asomarse al mirador de la Muralla para empequeñecerse ante la portentosa silueta de las Sierras de Cazorla y Mágina, es algo que una vez en la vida, al menos, todo andaluz, en particular, y todo español, en general, debería hacer para agrandar el horizonte de su existencia y apreciar los rincones paradisíacos de su tierra.