La ciudad más antigua del mundo
Benarés pasa habitualmente por ser la más antigua ciudad del mundo. Desde hace milenios, todo el espectacular detritus de la enfermedad, la carroña y la muerte afluyen a sus ghat (así se llaman las plataformas, terrazas y escalinatas distribuidas por espacio de cuatro millas en la ribera izquierda del Ganges).
Los leprosos, los bonzos, los opulentos, los apestados, los brahmines, los gimnastas, los magos, los titiriteros, los encantadores de serpientes, las jovencitas de piel tersa, los virulentos, las suaves damiselas de las altas castas, los parias, los pedigÁ¼eños, los agonizantes: todos acuden a las aguas en confuso montón, y en ellas se desnudan, lavan sus ropas, exponen sus vergÁ¼enzas, liberan sus pechos, dejan que las febles túnicas se les adhieran al cuerpo, meditan, cruzan las manos sobre el ombligo, se quitan la pelusilla de los dedos de los pies, pliegan y dislocan los músculos y las articulaciones en inverosímiles posturas yóguicas, se afeitan, se cortan las uñas, se anudan el moño y echan su meadita, digo yo, como cualquier hijo de vecino.
De vez en cuando asoma por el horizonte un cadáver flotante con dos o tres buitres socavándole las entrañas. Nadie se inmuta ni se altera ante la aparición de estas insólitas embarcaciones.
Manikarna Ghat
Más allá, casi en las fauces del campo desolado, se alza la Manikarna Ghat, la terraza donde los hindúes incineran a sus difuntos.
La escena puede verse, pero no puede ni debe fotografiarse, hay que respetar las costumbres. Donde fueres, haz lo que vieres. Compórtate como un viajero, no como un turista. La familia del finado -por lo general un viejecito, un pajarito más bien anémico y desguarnecido- lo transporta hasta el lugar de la cremación sobre unas angarilla. Antes ha envuelto cuidadosamente el cadáver en papeles, refajos y cintas de colores brillantes. El cortejo es grave, silencioso y desfila con lentitud verdaderamente mayestática, con la severa precisión de una ceremonia de datación inmemorial.
Por fin depositan el fardo con unción y le aplican fuego en varios puntos con la ayuda de unas largas varillas. En la operación intervienen todos: familiares, deudos, amigos del finado, incluso los niños. Es un ritual puntilloso, reflexivo, sereno y petrificado desde hace miles de generaciones. Ni le falta ni le sobra nada, ha quedado así decantado en su aparente sencillez. A diferencias de nuestros protocolos funerarios de judeocristianos este no asusta, no repele, no evoca la imagen de san Jerónimo y la calavera, no es en modo alguno un memento moris (los brahmines están hechos con la antimateria de los cartujos), pero tampoco un gorigori moral a la manera del paganismo senequista y petroniano.
Curiosa e inesperadamente ni siquiera el olor desagrada, como podríamos esperar: no es acre, no es grasieno, no es agudo, no es imperceptible… Estamos, en cualquier caso, a millones de años luz de los abyectos entierros occidentales, con su dulzona necrofilia, su leucémica mortaja, sus mecánicos estribillos de pésame, sus velorios de comadres zumbonas, sus chistes verdes y hasta sus castizos copazos de anís.
Las puertas de la percepción
Aunque sea duro de creer, tal es el poder de evocación de la ciudad santa que una vez a punto estuve de servirme un vasito de esas aguas fecales del Ganges, con tropezones de miasmas en estado de efervescencia. Fue a la del alba de mi segundo día en Benarés, durante mi primera visita, hace ya bastantes años.
Durante el primero recorrí todas las tripas y mondongos de la ciudad, que es un laberinto indescifrable, gracias a la picardía y al talento de un nepalés listísimo que se pasó doce horas intentando dármela con queso y que al final se salió con la suya.
¡Benarés! A Aldous Huxley, orgulloso descendiente de una dinastía de científicos, le curó la ceguera un santón de las orillas del Ganges. Romain Rolland escribió allí el prólogo arrollador de su Vida de Ramakrishna, libro que leí -boquiabierto- a los dieciocho años en los jardines de la Facultad de Letras y que derribó en un auum casi todas mis convicciones anteriores. ¡Benarés, las puertas de la percepción, una faena de Ordóñez en la Maestranza, el descenso suave de una forma cubierta de nieve, el aprendizaje amoroso de Dafnis y Cloe! A su sola mención vuelve a darme vueltas la cabeza. Las piscinas de tranquilas aguas verdinegras, las vacas que te lamen las manos como perros, los templos poblados de monos, las pesadas campanas a ras de suelo, los pétalos primorosos y húmedos en el regazo de los dioses, los bonzos de macizas gafas (fueron los primeros intelectuales de la historia, anteriores a Homero, a Hammurabi, al escriba sentado), la roca desde la que Buda habló en público por primera vez, las mujeres cetrinas, de nariz afilada y perla en el entrecejo que bajan en calesa al Ganges protegidas por el soplo inconsútil de sus saris…