Hoy escuche mi ciudad susurrar, enamorada de bocinas y tacones, relajada en el sofá de la madrugada. En el silencio que secretean los motores de las heladeras y las ruedas de los coches a lo lejos en la ruta, en la grieta que dibuja la lluvia golpeando sobre el asfalto.
El silencio siempre muta, en su escandaloso grito afónico de libertad, se transforma y se divierte, como lo hacen los campos sembrados cuando los entretiene el viento, o cuando escurren por las bocacalles las gotas de tormenta vieja.
Cada espacio de sereno pensamiento en el que, hasta la humedad tiene su propia melodía. Ese Walzer que ni triste, ni cobarde, ni feliz, ni excitado, transita en la noche tarde, bailando con suavidad…
Ayer me quede escuchando su 3/4 entre grillos, voces sin dueños y crujidos del frío, hasta que pude al fin bailar con él… El silencio que seduce a los pintores, que mantiene despiertos a los médicos de guardia, el mismo que coquetea con los amantes y acompaña a los borrachos camino a casa, ese espacio en que las ideas siguen el «un, dos, tres» a ritmo, y giran por la casa y se escapan al mejor estilo Peter Pan por las ventanas, regresando por las rendijas de las puertas y entran y salen de la cabeza, como el aire, o como el vino…
El confortable espacio en que solo se oye a la imaginación observando atenta, -en vuelo de reconocimiento- cómo descansa del día, el estrépito cansado de la ciudad, y de tu nombre.