Calañas es la calle del Pozo empedrada y el olor de la jara metiéndose hasta las entrañas. Calle de los juegos y de los sueños, en donde cada tarde de los veranos de todos los años formábamos una algarabía repleta de inocentes anhelos: la sonrisa socarrona de Juanito con su peinado de agua; el cante por fandangos de Andrés, el de las bestias; Andrea, tímida y acongojada cuando pasaba por delante nuestra con el cántaro puesto en jarras; Catalina, siempre sonrosada; las bolas, el pañuelo, el “chicharito la jaba”… La calle del Pozo, de colores embrujada.
Calañas es la casa de paredes encaladas, el pasillo de chinos blancos y el doblao de las encrucijadas. La ceremonia del café ante la fogata. Los gatos. La parra. La palmera, la adelfa y el hilillo de agua fría atravesando el patio de muralla a muralla. Los haces de leña amontonados junto a las lascas de pizarra. El estercolero. El cuarto de las gallinas de tejas desvencijadas. Tita Ana, tita Isabel, tito Luciano, tito Manuel y Lela. Y la sonrisa de Sánchez de todas las mañanas con su anuncio de ¿se puede? y su conversación animada.
Calañas es mi padre, sentado en el zaguán con su varita repelada y los pensamientos puestos quién sabe si en el Buenos Aires que Gardel cantaba.