Jacinto apura su vaso mientras que Fernando sigue con su letanía sobre el comunismo del siglo XXI mientras Sergio asiente con la cabeza, aunque no sé si lo hace por estar de acuerdo o por seguir los acordes del ‘Loosing my religion’ de REM. Ignacio y yo comentamos con ilusión el nuevo equipo del Real Madrid, ese que se comerá el mundo, si éste no se lo come a él antes.
Corre el año 1995 y comienza nuestra andadura universitaria. Jacinto sueña con la pintura, Fernando con la política, Sergio con la música, Ignacio con ganar dinero y yo con la literatura. Todo ilusión, todo idealismo, todo sueño, nada real.
Hoy nos hemos vuelto a reunir, casi sin planearlo, por puro azar orientado, uno que se cruza con uno, uno que llama a otro, y éste queda con aquél, y todos acabamos tomando unas tapas en la calle ‘Van Dyck’. Y hablamos, entre trago y trago, hablamos, entre bocado y bocado, hablamos.
De nuestros sueños, de nuestras ilusiones, pero, sobre todo, de nuestras realidades, ésas que se han apoderado de nosotros atándonos a las responsabilidades sociales y obligándonos a olvidar cualquier barco de ilusión en el que pudiéramos habernos embarcado.
Jacinto ya no pinta, se olvidó el talento en la última raya de cocaína que consumió, y ahora repone las estanterias de unos grandes almacenes. Fernando reniega de la política, por corrupta, por deshonesta, por corporativa, por falsa, y sufre el día a día de un bufete de abogados. Sergio ya no compone porque es feliz, o eso al menos le dice su mujer, y él, claro, no le lleva la contraria, y mata el tiempo vendiendo cosméticos de baja calidad a peluquerías de alta estopa. Ignacio se lanzó a las aguas de la especulación, y terminó en un torbellino de banca rota, condenado a ser el secretario del secretario de algún pez gordo. Y yo, abandonado por las musas, comienzo siempre la misma novela que nunca termino.
Nos despedimos todos al grito de ‘como hemos cambiado’, insistiendo en que volveremos a quedar pronto para contarnos nuestras penas, pero todos sabemos que eso nunca sucederá, porque al comprobar el fracaso de los otros recordamos el nuestro propio.