Cultura

Contra la muerte

Un día cualquiera de la primavera de 1907, un niño de dos años de edad es llevado en brazos por la joven sirvienta de la casa, saltando a la vista del pequeño el color rojo del suelo que van pisando, y el de la escalera que queda a su izquierda.

Esa primera impresión visual en la tierna mentalidad de un niño tan pequeño, va a dejarle una huella imborrable ante cualquier acto de derramamiento de sangre a través de su vida. Pero, más aún, a partir de la curiosa y nada agradable circunstancia de ser abordado – mientras permanece en brazos de la sirvienta – por un hombre joven provisto de una navaja, y pidiéndole que saque la lengua con la idea de cortársela. Este hecho – que fue repitiéndose a lo largo de días por el novio de la sirvienta como una simple broma – que implicaba la amenaza de perder la lengua, va a trascender en la vida futura del niño, e infundir en su estado de ánimo el miedo irrevocable a la muerte. Con el correr de los años, se convertirá en el reconocido escritor búlgaro Elias Canetti, Premio Novel de Literatura en 1981.

A través de su dilatada y celebrada autobiografía, Canetti destaca la profunda huella que en su espíritu dejaron determinadas pinturas de la etapa renacentista, tales como, «La parábola de los ciegos», o «El triunfo de la muerte», de Brueghel, así como, «Sansón cegado por los filisteos», de Rembrandt, y que tanto tendrían que ver con su experiencia posterior en cuanto a la sociedad como masa y el individuo.

En los días de Pascua, visitando a su madre en París, pasa un día entero ante el Retablo de la crucifixión, del pintor Mathias GrÁ¼mewald, que lo marcará de un modo definitivo en su manera de entender la redención y la salvación eterna, y por encima de todo su rechazo implacable al acto de morir.

Es, por lo mismo, que el odio recalcitrante a la muerte va a condicionar invariablemente su producción literaria. En más de una ocasión, Canetti declaró que había empezado a escribir sus recuerdos de infancia como tributo a su hermano Georges, de precaria salud, y que iba empeorando día tras día, hasta acabar falleciendo en París en 1971.

Es, precisamente, la muerte de su hermano lo que va a constituir el impulso primigenio para dar comienzo a las memorias del escritor, las cuales concluirán con la evocación de Georges sumido en un profundo sueño a consecuencia de la muerte de su madre, acaecida en junio de 1937.

De hecho, su hermano pidió que le dejasen solo, en la casa donde su madre había agonizado, ocupando la misma silla en la que por las noches había tomado asiento junto a su lecho, para continuar hablándole. Es indiscutible que la agonía y la muerte de su hermano, supuso para el autor búlgaro una reviviscencia de la agonía y la muerte de la madre, avivando en el mismo la imperiosa necesidad de reconstruir su propia vida. A este propósito, escribe: «Georges es la víctima de mamá: aún sigue viviendo tal y como había vivido con ella, y ha excluido de su vida a cualquier otra mujer. Si alguna vez ha habido un esclavo del amor, es él».

Emprende, pues, la redacción de su autobiografía,- influido claramente por la imponente autobiografía de juventud de Goethe- en 1970, increpado lo más seguro por la premura de la vejez, dado que contaba sesenta y cinco años, y pese a considerarse «enemigo de la muerte», comprende que el paso del tiempo es algo incuestionable, lineal, inevitable.

No obstante, y pese a lo apuntado antes, el hecho dramático de haber presenciado a los siete años de edad la muerte de su padre, al desplomarse repentinamente por un ataque al corazón, fue el primer eslabón que marcó a Canetti de por vida, seguido por la cascada de acontecimientos familiares que determinó su aversión visceral a la muerte. Sin embargo, la idea convincente de ir contra la muerte no se hizo realidad hasta aquel fatídico mes de junio de 1937, tras la muerte de su madre, a la que desde siempre estuvo muy ligado. A partir de entonces – y dejando a un lado su monumental autobiografía – se impuso el proyecto de escribir un libro que lo acompañaría el resto de sus días, un «libro contra la muerte», si bien nunca lo llegó a dar por finalizado. Es por lo mismo, que Canetti dedicó a la muerte su pieza dramática «Los emplazados», su primera toma de posición en cuanto a la muerte, y sin dejar de abordarla en obras tan representativas, como, «Masa y poder», e «Historia de una vida». Es por ello que escribe: «Por qué te rebelas contra la idea de que la muerte está ya presente en los vivos? ¿No está acaso en ti?. Está en mi porque porque tengo que atacarla. Para eso, y nada más, la necesito, para eso he ido a buscarla».

Día a día, año tras año, el escritor se comprometió a escribir de un modo compulsivo contra la muerte, por lo que vino a comparar su empeño con la manera de trabajar de Cézanne, quien pintó la montaña de Saint-Victoire sin cesar, ininterrumpidamente, desplegando un abanico de matizaciones´en el tema elegido, y sin perder en ningún instante el ardor y el entusiasmo, pero, a la vez, sin esperar nunca la obra terminada. Canetti, contrariamente, desea su conclusión, su visión definitiva.

Cuando comenzó a redactar sus apuntes, en 1942, la Segunda Guerra Mundial estaba en su apogeo: los bombardeos de las principales capitales era algo aterrador, con el único propósito de matar el mayor número posible de gente, convirtiéndose la dinámica del recuento de muertos en una funesta realidad cotidiana. Junto al recuerdo de la muerte repentina de su padre, esos luctuosos acontecimientos representaron un ágil impulso para el deseado proyecto de Canetti contra la muerte: fue como un mandato celestial.

En toda su empresa contra la muerte palpita la pregunta de por qué los hombres se matan con tanta facilidad los unos a los otros, y por qué siempre se halla un motivo para ello. Hasta la fecha, la humanidad no ha sabido responder a esa pavorosa pregunta. Y, continuando con lo mismo, añade: «La esencia del poderoso consiste en odiar su muerte, y en que la muerte de los otros le resulta indiferente, y hasta la necesita».

A través de las páginas que van recorriendo ese libro inacabado, desestimando la idea de la muerte, se va abriendo ante los ojos del lector curioso un estereotipado paisaje de locuaz ingenio, de amor y de odio, de exaltación de la conciencia, y de la hiriente melancolía, todo un vivo espectáculo del pensamiento en el que no dejan de resonar – como hondas lamentaciones – los dolorosos ecos de la muerte. Para continuar viviendo – afirmaba – tenía que escribir, escribir sin interrupción todas las mañanas durante horas, rodeado de sus numerosos lápices, plumas, y de su profusa biblioteca, como un santuario: «mientras escribo, me siento absolutamente seguro. A lo mejor sólo escribo por eso». Y, en efecto, ese mismo acto de escribir supondría a primera vista un declarado triunfo sobre la muerte.

En uno de sus apuntes más mediáticos y reflexivos, se lee: «Demasiado poco se ha pensado sobre lo que realmente queda vivo de los muertos, disperso en los demás, y no se ha inventado ningún método para alimentar esos restos dispersos y mantenerlos con vida el mayor tiempo posible». Y, en otro apunte, no menos relevante, declara: «Pascal nos dejó sus pensamientos desordenados, concebidos para defender el cristianismo. Yo quiero concebir los míos para defender al hombre contra la muerte».

La vida de Elias Canetti – en definitiva – estuvo presidida por una cascada de muertes sucesivas: sus padres, su primera mujer, su amante, su segunda esposa, su hermano. Todos cayeron prematuramente, sembrando el dolor y la repulsa más enconada en la conciencia del escritor contra la muerte. Cuando, en cierta ocasión, le preguntaron qué opinión le merecían las religiones, y en particular, el cristianismo, respondió: «El cristianismo es un paso atrás respecto a la fr de los antiguos egipcios. Consiente la descomposición del cuerpo, y lo vuelve despreciable. El embalsamamiento es la verdadera gloria del muerto».

El libro contra la muerte – recientemente editado y publicado en España por Galaxia-Gutemberg, encierra el más destilado legado filosófico y literario de su autor. Representa el verdadero testamento literario de un hombre dispuesto fervientemente a desafiar a la muerte, a ser incapaz de aceptarla en cualquiera de sus manifestaciones. Ya, en sus últimos tiempos – poco antes de morir en 1994 – concluye: «El final de nuestra vida debería recuperar un sentido, y un significado, que ha perdido en nuestros días: el de sabernos mortales».

José Luis Alos Ribera

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Sobre el Autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.