Reseña dedicada a Eduardo Fernández.
La película de la que hoy me ocupo es una de esas producciones que pasan algo de puntillas por los cines de la capital a pesar de los múltiples reconocimientos y premios que, merecidamente, ha recibido.
Las relaciones humanas, la honestidad, el valor, la identidad, el valor de la tradición y la fe conforman el núcleo de la obra, en la que la presencia de la homosexualidad de dos de los protagonistas puede desviar la atención. Le tensión, el pulso de la cinta es fabuloso: unos actores bien dirigidos, nada exagerados, naturales tanto los secundarios como el trío principal nos llevan de la mano como si estuviéramos contemplando un retazo de la vida de un pueblo pesquero de Perú. No un documental, sino un “robado” del transcurrir diario. No se trata de un film que caiga en tópicos ni en reacciones fáciles o en dicotomías simples de buenos y malos. Retrata la complejidad humana, las miserias del alma tanto como sus grandezas, pero sin exageraciones románticas, sin gestos grandilocuentes.
En la página de la película puede encontrarse la siguiente sinopsis: “Miguel (Cristian Mercado) en un joven pescador de Cabo Blanco, un pequeño pueblo de pescadores en la costa norte del Perú, donde existen tradiciones muy arraigadas con respecto a la muerte.
Miguel está casado con Mariela (Tatiana Astengo) quien se encuentra embarazada del primer hijo de ambos. Pero Miguel mantiene un romance secreto con otro hombre, Santiago (Manolo Cardona), un pintor de la capital que vive en el pueblo desde hace un año y que es rechazado por los pueblerinos por ser agnóstico y abierto acerca de su homosexualidad”.
Quizá esa homosexualidad no resulta tan abierta o tan evidente, desde mi punto de vista, ya que sus relaciones con los lugareños son limitadas (a pesar de su pasada infancia veraniega en el lugar) y no muestra rasgos afeminados que puedan inducir a sacar conclusiones, ni conductas que revelen orientación sexual alguna. Con respecto a su agnosticismo parece desprenderse de su no participación en los ritos religiosos y funerarios practicados por la comunidad, muy unida. De hecho son Miguel y Mariela quienes preparan comida para la comunidad tras las misas.
Pero quizá he comentado erróneamente que hay un trío de protagonistas porque hay un cuarto de gran relevancia, y ese es el mar. El mar marca los tiempos de los acontecimientos tanto como las decisiones de los seres humanos implicados en el drama, y decide cuándo esconde el cuerpo del ser querido y cuando lo devuelve, provocando una serie de reacciones internas y externas en aquellos que pierden o reciben los restos del amado o conocido. El mar, como si fuera un instrumento divino, o un alter ego, un yo profundo de Miguel, toma violentamente y devuelve de la misma forma. Sólo una vez da la oportunidad al hombre de marcar el tiempo de decidir. Pero esa concesión, una vez pasada la oportunidad, no volverá a repetirse.
El rito o la costumbre es “presentar” al fallecido ante la comunidad, y lo hace aquel ser querido más cercano e idóneo para hacerlo. Sobre una simple base de troncos ¿de palmera?, y envuelto en blancas vendas, frente al mar, se le reza y se le despide. Después, aquel que lo ha introducido, carga con su cuerpo en una barca y, una vez en el mar, a cierta distancia de tierra, se entregan los restos al agua para que los acoja en su seno. Este procedimiento se entiende como la única forma de que los lugareños encuentren la paz una vez muertos.
Para nuestra sorpresa, la aparición del espíritu de Santiago (que sólo puede ver Miguel), confirma estas creencias. Su amante tiene que decidir entonces si buscar el cuerpo y presentarlo a la comunidad, reconociendo su relación con otro hombre a pesar de su futura y después reciente paternidad; o apostar por la vida con su esposa y su hijo. El conflicto emocional se plantea con intensidad y con complejidad, y la presencia de una serie de personas –muy de carne y hueso- desde el principio, con su incidencia en la historia, harán aún más real y complicada la narración, cuya economía de palabras es justa, produciendo un guión sólido y hermoso en su autenticidad.
Creyentes o no, “gay friendly” o no, los espectadores acuden a un grave dilema personal en el que el director quiere presentarnos la masculinidad como un sinónimo de la honestidad y el valor más que como un trasunto de la heterosexualidad o la fuerza.; y la humanidad como un complejo entramado de sentimientos que no deben ignorarse porque el reconocimiento de la identidad es básico y previo a cualquier posibilidad de relación sincera con los demás.
Emotiva, cargada de fuerza y dotada de capacidad para sorprender y llegar al corazón mismo del espectador. Un privilegio en la cartelera.