Lo primero que vio al despertar fue una gorda y gris cochinilla deambulando cerca de su pestilente boca.
Estaba encerrado en el soleado aunque poco glorioso patio trasero de su propia casa. Sentía hambre, sed, sueño, y un calor abrazador. En algunas partes el mastuerzo le llegaba hasta la cintura y seguía creciendo imperceptiblemente mientras a él la vida se le escapaba a borbotones por la boca. Nada más despertar y darse cuenta en dónde se encontraba, se levantó del pasto terroso tan bruscamente que le vino una náusea. Vomitó un chile gÁ¼ero, siete tortillas, dos piezas de pollo y mil ochocientos mililitros de escocés de dieciocho años. De la basca emanaba un olor repulsivo, mezcla de aromas de alimentos y bebidas echados a perder dentro de un refrigerador dañado, le echó tierra a la fétida mancha con sus zapatos antes de caer en la cuenta de que eran los más caros de su guardarropa. La copa de un pino se mecía gentilmente al otro lado de los altos muros de su jardín, lejos, en la punta de un cerro, un grupo de hombres trabajaba en una construcción. Evidentemente, el mundo seguía rotando afuera, sólo que lo hacía mucho más lentamente que su cabeza, la cual, de ser un planeta, tendría días de un parpadeo de duración. La puerta, que era corrediza y de un vidrio no muy grueso, estaba cerrada por dentro, al igual que la ventana que daba al interior de la casa, y que su afónica garganta. Se paseó desesperado como perro del mal por las cuatro esquinas del diminuto traspatio, no quería tomar medidas extremas todavía, no empezaría a desmadrar su casa sino hasta, por lo menos, haberla terminado de pagar, y para eso faltaban varios miles de pesos. Miró su reloj Omega, en unos minutos darían las doce del mediodía. Sabía que era domingo, sabía que era su cumpleaños, sabía que la noche anterior lo había festejado en grande, ¿cómo?, no lograba recordarlo, por lo que tenía la plena seguridad de que fue una noche inolvidable, de esas que se borran automáticamente con el alba para que las pueda uno recrear más adelante, no con la memoria, sino de forma presencial otra vez. Buscó su teléfono celular en las bolsas de su fino pantalón, en la de su no menos elegante camisa blanca (tendría que llevarlos a la tintorería apenas consiguiera salir de su prisión), no lo llevaba consigo, lo más posible era que lo hubiera perdido durante la parranda, el tercero en un año. Tampoco encontró su cartera, no obstante, puesto que era un hombre precavido, tenía sus plásticos asegurados. Lo único que traía encima, además de una resaca que sólo un campeón soportaría con estoicismo, era un triste billete de veinte. ¿Cómo es posible que gane tanto y no tenga gran cosa?, se preguntaba, Maldito alcohol, dijo en voz alta y en tono de guasa, ya que orgulloso, siempre afirmaba (y probaba) que su doctrina era gastar, gastar, y gastar. El dinero entristece si se le salva, les decía a sus amigos con mucha frecuencia, cuando éstos le preguntaban por qué no compraba un coche todavía, No sé ahorrar, remataba finalmente. Y ahora ahí estaba, sudando como un atleta por todos los poros de su piel, con un triste billete de veinte doblado por la mitad y sin tarjetas de crédito a las que recurrir en lo que llegaba la quincena nuevamente. Le pediría prestado a algún colega, sólo faltaban cuatro días para el fin de mes, con doscientos pesos por día podría arreglárselas. Pero primero, lo primero, debía salir de ahí, o, mejor dicho, entrar, entrar en su hogar, fresco hogar, donde lo esperaban como mínimo seis cervezas helándose en el frigorífico y un reconfortante y costoso sillón de piel, única pista de que allí, a un lado de las escaleras, estaría la sala en cuanto terminara de comprar los muebles. De qué artimañas se había valido la noche previa para ponerse bajo llave seguía siendo un misterio para él. Debió haber necesitado la ayuda de alguien más, o pudo ser que, recordando sus años mozos de estudiante, se haya brincado la barda, justo igual que en secundaria, cuando se escapaba junto con otros vagos de su generación para ir a jugar dominó o futbolito.
Haya sido como haya sido, ya estaba dentro y ahora tenía que ingeniárselas para escapar sin hacer destrozos. Alzó la vista para mirar las dos ventanas que los muros no alcanzaban a ocultarle en lo alto de las casas contiguas, el redondo sol, contrastando con y prendido al cielo como un majestuoso huevo frito, lo deslumbró unos segundos. Malditos vecinos, ninguno daba señales de vida. Por otro lado, de qué le habría servido que alguno se hubiera asomado, seguramente se carcajearían desde su torre y le dirían con un enorme y saludable vaso de agua de Jamaica en la mano que eso y más tenía merecido por ser sumamente problemático y escandaloso. Dado que no había puesto cortinas todavía, podía verlo todo por los cristales, lo cual acrecentaba su rabia y desesperación, cinco milímetros de grosor lo separaban de tumbarse en un suelo frío, bajo un techo sólido, en un ambiente limpio, pues las moscas se habían comenzado a congregar alrededor del mórbido vómito. Se acercó a la frenética junta dando patadas y manotazos para dispersarlas, sin embargo, lo único que consiguió fue malhumorarlas a su mismo nivel. Zumbaban las moscas por sus sienes y sentía el repugnante contacto que hacían sus palmas con los insectos en el aire. Inútiles sus palmadas, desistió de atacarlas y optó por retroceder con lentitud haciendo con las manos una señal de Mil disculpas, caballeros, disfruten del banquete, y pegó la cara al vidrio. Ahí estaban su laptop y su juego de pluma y lapiceros Montblanc sobre la mesa del comedor, también había un montón de discos dispersos, algunos de los cuales aún conservaban su empaque de celofán, dos tazas de café a medio consumir, un cuaderno abierto en una rayada hoja multicolor (como si una niña de unos seis años hubiera dibujado sobre el lienzo) y un betabel partido por la mitad. Sólo que él a duras penas sabía cómo echar a andar un ordenador, no recordaba haber tenido jamás estilográficas tan bellas, ni gustar del tipo de música que se adivinaba en las portadas de los cedes, hacía años que no bebía una buena taza de café, y, además y afortunadamente (pensaba), todavía no tenía hijos, pero lo que le causó más desconcierto fue, sin duda, la asquerosa visión de esa remolacha colorada cuyo jugo seco se hallaba fuertemente adherido al plato donde se rebanó. Ya fuera por su desagradable sabor, o porque le evocaba el cuadro de su fugitiva madre abandonándolo en mitad de un parque a los ocho años con nada más que una bolsa rebosante de jugo rojo que legarle, odiaba el betabel en todas sus formas, lo detestaba quizás más que a la sobriedad, inclusive quizás un poco más que a la humanidad. La fotografía de una tierna pequeña de mejillas sonrosadas descansaba en un marco de plata sobre una repisa al fondo del comedor.
Decidido a ponerle punto final a su encierro, el tipo se quitó su ostentoso reloj, lo sopesó en su mano unos segundos y, acto seguido, lo lanzó contra la ventana, formándose un considerable hueco por el cual metió el brazo y quitó el seguro. Mientras cruzaba como un ladrón, primero una pierna, luego la otra, la puerta de calle se abría con parsimonia. El alcohol le había jugado espejismos anteriormente, miró su mano izquierda empapada en sangre, la carátula de un reloj marcando cinco para las doce tatuada en la muñeca le permitía recordar la hora exacta en que su progenitora lo abandonó treinta y dos años atrás, desde entones había vivido en la indigencia. Á‰l no era rico y nunca lo sería, no bebió escoces de dieciocho años la noche anterior que cumplió cuarenta, sino medio galón de charanda, y su gran cena consistió en las sobras que una vieja le dio por no tirarlas a la basura. En el umbral se hizo visible la imagen de un hombre robusto de ojos pequeños que venía cargado de maletas, detrás de él, su mujer y su hija entraron sonriendo y luciendo unas pieles espectacularmente bronceadas gracias al sol de verano.