Alguna vez hemos hablado de la importancia del criterio en la búsqueda de una filosofía personal que nos identifique como individuos irrepetibles. El criterio, que a fin de cuentas no es sino el resultado de un método de observación y reflexión individual marcado por la experiencia de la vida, constituye el peldaño indispensable donde apoyarse para comenzar a buscar un horizonte de pensamiento propio.
Pecaríamos de ilusos si pensásemos en descubrir América definiendo el sentido común como vía para llegar a establecer un sistema de filosofía práctica que sirva de referencia al hombre de la calle. La clave para llegar al sentido común no hay que buscarla en oscuros tratados medievales; tampoco en la doctrina de grandes pensadores antiguos o modernos; ni siquiera en la sabiduría oriental, tan de moda últimamente en Europa debido a las oquedades y vacíos provocados por la ausencia de valores tradicionales. La llave de la comprensión de uno mismo está en la voluntad de formación personal y en el deseo de poner a trabajar el cerebro a fin de entender las pequeñas cosas de la vida. En las pequeñas cosas se hallan a veces las grandes respuestas.
Hay que proponerse que la cabeza nos sirva para algo más que para separar las orejas. Ese proceso agudizará nuestros sentidos, removerá los conceptos que nos inculcaron durante la adolescencia y juventud, nos despertará del letargo en que nos hallamos sumidos y nos permitirá ver con otros ojos el valor irrepetible que portamos en nuestro interior, así como las cosas bellas y de interés que se mueven a nuestro lado sin que nos percatemos de ello. En otras palabras: nos habremos forjado un criterio, un método de observación y análisis.
Pero tener criterio –esto ha de quedarnos claro– no resulta gratuito. Hace falta esfuerzo, deseo de lograrlo, anhelo por explicarse uno a sí mismo con la dosis indispensable de equilibrio y racionalidad. Para lograrlo hay que leer, debatir, sentirse parte activa y valiosa de la sociedad. Es necesario fomentar en uno mismo la autoformación y desarrollar con tenacidad la inteligencia y los dones innatos. Y estas cosas no siempre resultan sencillas, máxime cuando pasamos por uno de esos extraños baches en los que las circunstancias y sentimientos cotidianos nos sumen como por ensalmo en la confusión y la desesperanza.
Entendemos por sentido común la capacidad de sentir; de sentir juiciosamente. Siguiendo al propio Aristóteles, podríamos anotar que al sentido común se le atribuyen dos funciones: la de constituir la conciencia de la sensación, o sea el sentir de sentir, ya que tal conciencia no pertenece a ningún sentido en particular; y la de percibir las determinaciones sensibles comunes a varios sentidos, como el movimiento, el tamaño, el número.
Este concepto aristotélico del sentido común fue adoptado por Avicena y pasó a los escolásticos.
Fue utilizado por Santo Tomás y por el resto de los autores medievales que se inspiraron en Aristóteles para establecer sus discursos y tesis.
Para los antiguos pensadores grecolatinos, el concepto viene a significar hábito, modo común de vivir o de hablar.
Cicerón advertía que para el orador es grave defecto aborrecer del sentido común.
Y Séneca decía que la filosofía pretende desarrollar el sentido común. Para la escuela escocesa, el sentido común será el criterio último del juicio y el principio que dirige todas las dudas filosóficas.
René Descartes afirmaba que no basta con tener un sano juicio, porque lo esencial es aplicarlo bien, y sin sentido común resulta complicado hacerlo certeramente.
Kant señala que el sentido común es la facultad del sentimiento para juzgar acerca de los objetos. No podemos evitar la sensación de pensar que lo que Kant llama inteligencia común viene a ser el equivalente al sentido común de los escritores y pensadores latinos.
El significado que hoy le damos al sentido común tiene más que ver con la sensatez, calificativo que se aplica a las personas que piensan, reflexionan, se informan, hablan y actúan de manera serena y acertada; o al menos a las que no cometen imprudencias negligentes a la hora de reflexionar y actuar en consecuencia. El sensato es cuerdo, prudente, razonable, lúcido. Hay que pensar que el sentido común, o el buen sentido, es la sabiduría que tienen ciertas personas para dar la cara a la vida y sus circunstancias con tino y talante. Son capaces de evaluar las cosas con la debida profundidad, van a lo esencial descartando lo superfluo y reducen la complejidad aparente de los problemas con equilibrio. Sentido común es sabiduría para apreciar, talento para discernir y lucidez para decidir. Muy difícil siempre llegar a estas metas.
El sentido común se nos ofrece así de puente hacia las explicaciones esenciales, hacia la formación voluntariosa y progresiva, hacia el saber y el conocer. Por ello, nos parece imposible que alguien pueda llegar a tener criterio propio sin poseer sentido común y practicarlo habitualmente. El sentido común nos interesa hoy porque lo precisamos para la adquisición del criterio, y porque como seres humanos necesitamos formular y construir una filosofía personal, privada, que nos sirva en la cotidianidad de nuestra existencia socializada. Es indispensable contar con un criterio que nos ayude a vivir mejor, a entendernos algo más. Y ya puestos, dejaremos testimonio de que los mayores enemigos del sentido común son, a nuestro modo de ver, la fiebre de las gentes por tener una vida alejada en lo posible de todo lo que suponga asunción del dolor y del esfuerzo; incluso alejada igualmente de la disciplina y el sacrificio.
A propósito de este asunto, recuerdo aquí a modo de anécdota una de las últimas cartas que me envió mi buen amigo Alonso Zamora Vicente, escritor y académico, poco antes de su fallecimiento. En ella me decía que había que tener sentido común para no quedarse en este mundo más tiempo del conveniente. Su ironía y humorismo fino me proporcionó, aquel día también, motivos de grata reflexión. El sentido común –pensé tras leer su epístola– le va bien a uno hasta para morirse.
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