El cine, como cualquier arte en pleno siglo XXI, tiene dos facetas claramente diferenciadas, una con carácter de industria y otra con carácter artístico. Unos productos cinematográficos apuestan claramente por la industria, por dar al espectador lo que quiere ver con el objetivo de recaudar el máximo dinero posible, en una actitud tan necesaria como loable, y otros se la juegan a doble o nada tratando de hacer arte con las imágenes obviando los cánones más ortodoxos y dejando huella en el espectador que abandona la sala de cine amando u odiando el espectáculo que acaba de visionar. El resto, los menos, combinan ambas facetas ofreciéndonos auténticas obras maestras que todos guardamos en nuestra retina.
«Holy Motors» no es una obra maestra, no te creas, pero sí una apuesta artística de gran calado, un paseo por el alambre del aguante del espectador que asiste a un juego visual ciertamente estrambótico que en algunos momentos funciona pero que en otros cae en la chabacanería y en el exceso, en su acepción más negativa. Leos Carax, el director, nunca deja indiferente a nadie y si ya nos dejó exhaustos con su «Pola X», con esta «Holy Motors» reincide en sus aciertos y en sus errores para completar una película hipnótica aunque algo irregular.
La película se desarrolla a través de una serie de episodios ciertamente inconexos entre sí en los que Áscar, el personaje que borda Lavant, el actor fetiche de Carax, se adentra en universos paralelos dentro de la sociedad de nuestros días en función del guión que va encontrando en su limusina, vehículo físico que nos va llevando de una situación a la siguiente. Si Carax hubiera dado con la tecla necesaria como para dotarles de una continuidad espacio-temporal el resultado final hubiera quedado más redondo, aunque, para ser justos, es muy probable que ni siquiera le interesara buscar esa continuidad en su afán por conseguir impactar visualmente a cualquier precio.
En definitiva, «Holy Motors», tan aclamada como despreciada, es una película que no te dejará indiferente, o la odiarás o la amarás, ajena a la ortodoxia cinéfila de nuestros días aporta una dosis de extravagancia que siempre es bienvenida aunque mucho me temo que el valor real de la cinta de Carax está algo sobrevalorado como consecuencia del nulo nivel artístico del cine de hoy en día, lo que hace que todos los críticos del mundo se vengan arriba cuando encuentran algo mínimamente diferente y atrevido.
Una película para ver en soledad y practicar el onanismo intelectual más subyugante.