Cuando no existía la televisión los humanos vivíamos en el horizonte de nuestros sentidos. Por eso mismo soñábamos con maravillosas y terribles tierras lejanas, en ciudades deslumbrantes como nuevos planetas, en una América primal y salvaje, y nos levantábamos enérgicamente en las mañanas para agradecer al sol su perseverante despliegue de luz y vida.
Imaginábamos ingenuamente que todo era verdadero. Que la paz de nuestros pequeños espacios estaba sustanciada en rocío de eternidad; que si nos alcanzaba la desgracia de la pobreza y del odio humano en alguna de sus renovadas formas de injusticias, podíamos luchar con ideas y palabras como banderas transformadoras de mundos.
Entonces la poesía y el arte no se avergonzaban de los lugares comunes, ni de las flores, ni de las nubes, ni del agua cantarina de los ríos. Había arcoíris por todos lados, sonidos de plumas, de líquidos, de vegetales y leyendas misteriosas; incluso un Dios en el que todavía se podía creer.
Desde los caminos de tierra provincianos el viento rasgueaba coplas de Violeta Parra por las cuerdas de los sauces; el oleaje de la Isla Negra adormecía los crepúsculos marinos de un Neruda abrazado a Matilde en su cama, y en la Frontera los trenes humeantes de Teillier abrían el camino de un mañana que se resistía a llegar por los humedales del sur.
Entonces todos esos locos ansiaban acudir a la capital y brillar entre las escasas luces de neón y las galeras del único periódico, pero bebiendo vino tinto en tugurios que se calentaban con sueños y versos, como si el cielo se hubiese vuelto al fin próximo y humano.
Yo no sé qué pasó. Yo no sé qué me pasó. Híbrido entre cola de lagarto y cabeza de software ahora estoy aquí, despojado de fe-mueve-montañas, despojado de un mundo verdadero que pueda sostenerse sin pastillas para dormir, sin contrato de trabajo, sin versos de silicona, sin servicios básicos, por todos lados bien equipado del sin, incluso sin amigos.
Y aun así credo de profundis, como el último de los dinosaurios latinos, cansado de ser el último que espera el cosquilleo de las hormigas que por millares comienzan a subir por mis patas agobiadas de hombre antediluviano;
creo eso sí más que todos los nihilistas que se solazan en esta cultura contemporánea, destripando todo a fuerza de no amar nada. Los jóvenes, los jóvenes, ¡ay, quién sabe ya de amar!… Y los viejos, mis viejos, se han encerrado también en pequeñas alcobas que han comenzado a tapiar por dentro. Yo me miro en el espejo y me digo: “No eres ni joven ni viejo”.
A veces yo también me quedo mirando la pantalla de mi computador, o sea, simplemente mirando para afuera. Entonces dudo de todo, desconfío de todo; los ojos sólo miran apariencias envasadas y colores editados, los oídos escuchan sólo fricción de metales, y humanos en pequeñas figuritas se encienden y se apagan en 3D, veloces, rápidos destellos que se van alejando entre días y horas cada vez más breves… hasta que un día más corto que un segundo lo comprima todo y sin que nadie se percate.
Los ensueños de una sola realidad sustantiva arraigada en un tiempo lento e ingenuo se me rompen y me desangro en un nadie, en un miserable bit de información. Eso es cierto, eso me parece más cierto que nada. Me descubro fragmentándome en desgarros de conciencia, disgregando la realidad en infinidad de opacas otredades, camuflándome en esos semejantes que me imponen su propia desintegración.
Pero les aseguro, amigos por internet, que aquí no me quedo; aquí nada ni nadie podrá retenerme. Eso de estar a mitad de camino me otorga el privilegio de seguir adelante o volver atrás. Y aunque salga de aquí como don Quijote sobre un caballo de palo, volaré sobre ese palo adonde nadie ha visto aún.