Acostumbro a verme con algunos vecinos del barrio al caer de algunas tardes, aprovechando el buen tiempo que al fin presenta, en torno a una buena conversación mientras nuestros pequeños juegan en la plaza. Como mandan los cánones, la plática gira casi siempre en torno la familia, el trabajo (más bien su escasez), los proyectos que tenemos pendientes y, como no, a los temas que marcan la actualidad. Para no pecar de poco sincero he de decir que he observado en cada uno de ellos que su forma de pensar viene definida por las circunstancias laborales que les envuelven. Como es natural, en cada grupo heterogéneo al que se le sigue la pista nadie, y menos ahora, se encuentra en las mismas circunstancias que unos años o quizá meses atrás y es por ello por lo que sus pautas de comportamiento y de reacción ante estímulos han cambiado de sobremanera.
Juan, Armando o Michel, por ejemplo, siempre habían sido de esos hombres remisos a cualquier conato de enfrentamiento que pudiera llevar aparejado signos de violencia. Su trabajo, su familia y alguna que otra salida al pueblo los fines de semana constituían su horizonte cotidiano. Sin embargo, el desempleo que padecen y la falta de esperanza por aquello de estar ya rozando la cincuentena, les ha colocado, según sus propias manifestaciones, en una retaguardia ideológica mediante la cual son capaces de enfrentarse, incluso con violencia –aseguran llegado el caso–, a un sistema sobre el que tiempo atrás no tenían ninguna duda. Dicen tener poco que perder: han sido autónomos y para ellos no ha habido nada más allá de obligaciones laborales y fiscales y mucho trabajo para lograr llevar un sueldo a casa. Y maldicen entre lamentos el día que tuvieron la brillante idea de subirse a lomos de sus respectivos negocios que, tras múltiples esfuerzos lograron encarar un lejano día viniéndose abajo de repente sin remedio con mucha más celeridad de la que ninguno podía sospechar. Cuando tuvieron que cerrar definitivamente sus respectivas persianas, se han visto en la calle sin ayuda alguna de un sistema falaz en el que unos ponen y muchos toman, aseguraban, solo que utilizando vocablos más contundentes y transgresores de los que me reservo su reproducción. Justificaban los manidos escraches y no descartaban un posible levantamiento popular debido a que la gente comienza a estar harta de no ver solución a tantas calamidades que se nos escapan y que algunos no quieren ver. Abominaban de nuestros gobernantes y nobles cuya avaricia infinita nos ha llevado hasta esta situación insostenible asistidos por grandes corporaciones, por la banca y por esas situaciones de favor que entre algunos se crean y de las cuales se han aprovechado. Aseguraban no poder mirar hacia adelante para encarar un futuro medianamente confiado ni para ellos ni para sus hijos, dado que lo que han logrado ahorrar ha de reservarse para venideros, dada la incertidumbre o derrota en la que se hallaban sumidos.
Jaime y Victoria, algo más jóvenes, también conocieron días mejores cuando trabajaban para sus respectivas empresas en las que los sueldos abultados y las horas extras o esas generosas comisiones eran moneda común, viéndolas ahora como frutos de ese pasado que pertenece ya a un tiempo irrecuperable. Ahora, asustados entre ERES y reducciones de plantillas pasan con lo justo y no se plantean más allá del día a día. “Cómo han cambiado las cosas, si reuniésemos el valor suficiente nos largaríamos de este país”, comentan con tristeza mientras su hija, ajena a todo, baja una y otra vez por el tobogán del parque.
Manolo y Gabriel, agotadas ya todas sus prestaciones y esperanzas, han decidido montarse un pequeño negocio de dudosa rentabilidad, hartos de dar vueltas por ahí sin resultados tras echar cientos de currículos y de realizar trabajos de tapadillo para ir tirando. Tampoco se extrañarían si un día un levantamiento de indignados escraches o lo que sea se decidiera a empelar medios más expeditivos para tratar de concienciar a los de arriba de lo insostenible de la situación.
Paco y Asun, en cambio, les recriminaban sus subversivas ideas y se enfrentaban a casi todos escudados en la seguridad que les otorga ser “poseedores en propiedad” de sendos empleos de indiscutible solidez para los tiempos que corren. Un conato de discusión se produjo, incluso, al reprobar estos últimos a aquellos el hecho de dedicarse al emprendimiento con el exclusivo afán de hacerse un lucrativo hueco en el tejido empresarial o, como muchos otros, a trabajos en empresas que un día podrían prescindir de ellos para ganar dinero en los buenos tiempos y no a procurarse un futuro mediante el libre acceso a puestos más meritorios en alguna organización o administración argumentando, incluso, que ellos mismos tampoco están tan bien como antes por haber perdido por el camino muchos de sus derechos y emolumentos, por lo que tampoco acometían más gastos que los estrictamente necesarios por aquello del “por si acaso”.
Y es que a cada uno se le va la mano a donde más le duele. Por eso no podemos juzgar a otros bajo nuestro punto de vista, ni pretender convencer a nadie de que nuestra postura es la más adecuada, puesto que las circunstancias que a cada uno envuelven son diferentes a las de otros, aunque no dejen de ser las mismas. La evolución (más bien involución) a la que estamos siendo sometidos nos está haciendo ver todo aquello que pensábamos incuestionable desde otra óptica sostenida por el escepticismo. Quien tiene posibilidades económicas apenas hace uso de ellas “por si acaso” y quien realmente no las tiene, pues eso, no las tiene. Estamos acostumbrándonos a pasar con lo justo, a renovar nuestras pertenencias en precario o, incluso, a no hacerlo sin realizar más gastos que los estrictamente necesarios. Y eso no es bueno para nadie.
Mala forma es esta de sacar a una población adelante sin poner otros medios que los recortes, las subidas de impuestos, la contención salarial y un miedo al futuro que flota en el aire y que ya no se nos va con casi nada. Menos mal que todavía queda gente con ilusiones y esperanza que cree en que algo bueno está por venir. Unámonos a ellos. El empeño del día a día y no el humo que nos venden los de arriba será lo que nos saque adelante . Y es que, para que un fuego que se apaga se reavive, no sólo es necesario soplar: hay que echar más leña.
O de lo contrario se extinguirá para siempre.