«Nos dedicamos a entretener a la gente, ¿qué tiene eso de malo?». Es la gran frase y la mejor excusa que algunos profesionales utilizan cuando se les critica o no se está de acuerdo con ellos. No sé si un día de estos Mercedes Milá pedirá disculpas en nombre del programa, pero lo cierto es que pocos días después del estreno de la undécima edición de Gran Hermano ya se han sucedido algunas situaciones dignas de perdón (y expulsión directa, añado).
Si el año pasado asistimos a la paradoja de ver cómo hacían campaña para dejar de fumar al mismo tiempo que suministraban a los concursantes grandes cantidades de alcohol para sus fiestas, este año el asunto me parece mucho más espinoso. Efectivamente, quien no quiera ver a nadie beber en la tele, que no lo vea. Es incoherente respecto del resto de iniciativas del concurso, pero para ellos queda. Lo realmente injustificable resulta ver, ahora sí, a una concursante dar rienda suelta a su lengua y mofarse -sí, mofarse- de la población minusválida.
La situación es la siguiente: existen dos casas, una oficial y otra desde la que parte de los concursantes espía los movimientos de los demás. Pues bien, en la oficial concursa un chico minusválido que se ayuda de una silla de ruedas para hacer su vida diaria. Los espías, como al resto de inquilinos, lo observan y… ¡desvaloran! El cruel e inadmisible chiste (que, por cierto, no es nuevo, ni mucho menos) que la chica hizo desde la casa espía y las risas de sus compañeros son, a día de hoy y al menos para mí, motivo más que suficiente de expulsión definitiva e irrevocable. ¿Se dedican a entretener? No estoy seguro. ¿Se dedican a entretener a la gente a base de reírse de otra gente? En este caso, por lo visto sí. ¿Qué tiene eso de malo? Obvia respuesta. ¿Pedirán disculpas los responsables? De momento, no las hay.
Y sobre todo, ¿se atreverá alguien a refugiarse en la condición de «entretener» para justificar tales hechos?