Hace unos años, medio en broma, medio en serio, se me ocurrió decir en público, en el transcurso de una conferencia, que llegaría un día, a no tardar mucho, en que la gente preferiría tirar su dinero por una alcantarilla antes que gastárselo en libros. Aún no hemos llegado a tal extremo, pero le falta poco. Recuerdo aquella ocurrencia mía como una predicción agorera que me remueve a días las entrañas: unos días sí y otros también.
Vivimos en medio de una crisis, es verdad, pero la crisis no es tanto económica como de valores. Y los valores se han asociado siempre con el aprendizaje y la adquisición de cultura. El libro, en este proceso, ha sido siempre el medio, la herramienta útil que nos ha facilitado el acercamiento al saber y nos ha abierto con liberalidad las puertas de todos los conocimientos habidos y por haber. Pues resulta que de un tiempo a esta parte, y con excusa de la dichosa crisis —que no es tan honda como algunos predican, y si no vean cómo están los bares los domingos a la hora de vermú, que no cabe un alma—, ciertos lectores, no todos por fortuna, se bajan los libros de la red sin el menor pudor; se los descargan ilegalmente, claro, para no pagar ni un céntimo. Consideran que seguir yendo a la librería es tirar el dinero.
En el Semanal de 7 de diciembre, una conocida librera de mi ciudad, amiga por más señas, escribía una carta a la sección de Correo que dirige y gestiona el escritor Lorenzo Silva. En su misiva, Esther Muñío, de Librería París —una institución con medio siglo de historia en el universo del libro en Aragón—, se pregunta si son conscientes los lectores del daño que esas descargas ilegales de textos causan a los libreros. Pues claro que no. Y si alguno es consciente, se pone a pensar en los euros que se ahorra al darle al clic y aquí paz y después gloria.
Tiene mucha razón Esther cuando apunta que «un autor dedica meses o años para crear una obra que a los minutos de ver la luz ya está colgada en la red para su descarga gratuita». Verdaderamente es una vergÁ¼enza que pasen estas cosas, y todavía más que se permitan. Pero en este país, el de la bribonada y el trampeo, ya se sabe: se permite casi todo.
Al final de su carta, Esther nos anima a todos a redescubrir «el placer de entrar en la librería del barrio, de tocar y revolver los libros y de pedir consejo al librero». Es una llamada de atención amable que yo mismo quiero amplificar desde mi óptica y posición de escritor. Porque los autores —que nadie lo dude— también salimos perjudicados en nuestros legítimos derechos de autoría. Con estas prácticas nadie gana, excepto quizá el pícaro que hace la trastada. Y puede que ni él tampoco, quién sabe.
Dicen que hoy se lee más que nunca. Yo creo que no es verdad, que la conveniencia política del momento desbarata y pervierte las estadísticas, pero aun si fuese cierto, no es lo mismo leer en el formato tradicional de papel, más cálido, que en una pantalla. Y en cualquier caso, si uno prefiere el eBook, que lo abone y lo consuma como es debido, sin dañar los intereses de creadores y distribuidores de cultura.
En fin, soy de los convencidos de que los libros (esas cosas con un título en las tapas y un montón de letras dentro) sirven para un millar de cosas. Para leerlos y disfrutar con ellos, ante todo. Y también para soñar que la vida te hace embarcar sin destino conocido por los mares procelosos de la aventura cotidiana.
Los libros, como dice mi amiga María José, sirven para hacerte compañía en el tren o en el avión, para alegrarte con su calidez las tardes de otoño. Son indispensables para mil cosas varias, todas beneficiosas.
A los padres de familia recomiendo que tengan esto en cuenta, y que sepan que algunos libros sirven, incluso, hasta para arrojarlos a la cabeza de sus hijos si éstos se empecinan en no leer y se encanan durante horas muertas ante la pantalla de los juegos de ordenador. Porque esas horas sí que acaban muertas de verdad, y no las que pasamos con un libro entre las manos.
Hay que leer, leer como sea: en papel mejor, y seleccionando la calidad y los autores con mimo; y si no, con el texto electrónico, vale, pero siempre de forma legal y sin causar estropicios, por favor.
Si visitas tu librería y eres cuidadoso con tus libros, lo serás también contigo mismo y con la educación de tu espíritu. Recuerda que al pagar unas monedas por un libro estás reforzando tus cimientos para crecer como persona. Ya lo dijo Enrique IV: París bien vale una misa.
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