“Las mismas letras sobre las que han descansado sus ojos millones de personas en cinco continentes, en Guinea, en Filipinas, en El Salvador o en Miami”.
En su libro Defensa apasionada del español, Álex Grijelmo se refiere a la pobreza de un idioma que evolucione desde el deterioro. Carteles de aviso, subtítulos en películas y artículos de prensa son ejemplo del poco cuidado que en ocasiones se presta a la ortografía. En los programas de televisión infantiles, el empeño por usar expresiones modernas reduce a una sola palabra todos los matices.
Al utilizar los jóvenes las nuevas tecnologías como teléfonos móviles o Internet, el deseo de comunicar prevalece sobre las reglas gramaticales. Es interesante cómo compensan mediante el lenguaje la impersonalidad de una conversación en un chat o con mensajes telefónicos. Más que empobrecer el idioma lo adaptan a las nuevas circunstancias. Dos personas frente a frente comunican además de con la palabra con los gestos y los cambios de tono. Mediante onomatopeyas, abreviaturas o la supresión de las vocales, los jóvenes pretenden ganar inmediatez e intensidad en su mensaje. Se trata de decir lo máximo en el menor espacio posible.
Nada sucede si se concibe esta forma de expresión como algo independiente de la lengua común. “El problema no es la tecnología, sino la ignorancia”, ha dicho el escritor y académico de la lengua Antonio Muñoz Molina. Los diferentes medios tecnológicos pueden coexistir. Ni la televisión ha desplazado a la radio, ni los soportes electrónicos al libro. Tampoco una conversación por chat o a través de mensajes puede competir con aquella en la que las dos personas de cualquier edad se hallan presentes porque son formas de interacción complementarias.
Por ello el riesgo para la riqueza del idioma no es este uso lingÁ¼ístico. Más bien que se utilice sin distinción, como cuando un alumno escribe en un examen igual que en un mensaje de móvil, lo que pone de manifiesto una carencia educativa. En España más de la mitad de los hogares tienen menos de 100 libros, 3 de cada 10 personas de entre 14 y 24 años no leen y todavía menos, 6 de cada 10, entre los alumnos de primaria. Ante este panorama, la responsabilidad del idioma se delega en gran medida a los medios de comunicación.
De una manera u otra los jóvenes siempre han buscado registros propios para diferenciarse de los más mayores. Lázaro Carreter se refería a “la sensación de vejez que rodea a ciertas palabras, y la necesidad que sienten las generaciones jóvenes de sustituirlas por otras de faz más moderna”.
“Los idiomas cambian, inventando voces, introduciendo las de otros o modificando las propias”, escribía. Con las nuevas tecnologías se precisan diferentes formas de utilizar el lenguaje. Igual que nadie escribe como habla, tampoco es adecuado escribir para los internautas como en el papel o mantener el estilo de una carta en un correo electrónico o un mensaje por el móvil.
Pero los jóvenes no son el único motor de cambio del lenguaje. La comunicación no es privilegio de unos pocos. Para Lázaro Carreter “se requiere la máxima unidad en los cambios”. Así, se ha de facilitar el acceso a las nuevas tecnologías a personas de todas las edades.
En el cuarto centenario de la genial obra de Miguel de Cervantes, el lenguaje aparece como algo vivo. Somos capaces de padecer las fatigas de Don Quijote y gozar de sus andanzas, aunque el estilo del texto de Cervantes resulta lejano. Esta evolución es un síntoma de salud, en la medida en que se adapta el idioma a los últimos avances tecnológicos y necesidades. Pero ha de progresar con la aportación de sus hablantes, no con el deterioro. Perderíamos el vínculo cultural si se suprimiesen, por ejemplo, las vocales.