Me fui a acostar muerto de cansancio pero a la vez aterrado con la idea de pasar otra noche en vela pensando en Ella. Sí, la misma Ella a la que le canta con tristeza José Alfredo Jiménez o cualquier mexicano cuando llega a la cima del dolor que conlleva el mal de amores. Yo no sería la excepción que confirme la regla, simplemente, porque las hay que no la tienen.
Por fortuna, apenas puse mi cabeza sobre la almohada caí dormido profundamente gracias a que en el trayecto de la cocina al dormitorio encontré ese horrible prendedor para el cabello que le gustaba usar tanto cuando venía sólo por molestar a mi mamá. Estaba machacado e inservible. Lo levanté y lo tiré a la basura antes de que lo viera mi vieja. De alguna forma ese repentino recuerdo y el afortunado hallazgo que lo detonó me ayudaron a odiarla álgidamente y, en cuestión de un par de segundos, ya no la extrañé más pude descansar como un lirón. No tenía ni idea de cómo llegó ahí esa cosa pero le agradecí al cielo profundamente.
Al despertar a la mañana siguiente me sentía un hombre nuevo, fresco, vigoroso, altivo. Nada me hacía falta y no podía sentirme más feliz de estar solo. En la oficina por fin me atreví a invitar a una lindísima colega a salir a cenar el próximo sábado y aceptó. Nada formal ni con los romanticismos ridículos propios de una primera cita, acordamos los dos. Cada quien llegaría por su cuenta para hacer a un lado el engorroso protocolo. Quedamos de vernos en un bar allá cerca de la Ciudad Universitaria.
En un comienzo, su actitud me causó cierto asombro a razón de su innegable belleza, que le daba el poder de exigir las mejores atenciones, pero accedí encantado por sus hipnóticos ojos de lechuza. Su última petición fue que me dejara crecer la barba durante los días que restaban y me hiciera un corte de pelo distinto al de costumbre, Muy cortito, me dijo, Qué rara eres, pensé yo, pero igual acepté.
Ese lunes en la noche fui a visitar a mi estilista para ver qué podíamos hacer con mi cabello, le pedí algo vanguardista y sofisticado. Tal vez era eso lo que ella esperaba de mí, que proyectara una imagen agresiva, menos de lamebotas y un poco más de audacia era lo que me hacía falta. Aunque la realidad fue que terminé viéndome tan estúpido como antes, justo como le gustaba a mi ex.
Los siguientes días no nos encontramos por el edificio, lo cual me pareció espléndido, hasta nos imaginé parecidos a dos prometidos ansiosos por llegar a la noche de bodas. Pero vaya sorpresa la que ella reservaba para mí bajo su negligé.
Varios días atrás unas manchas rojizas me habían salido bajo las uñas, no era suciedad porque no se iba con nada, tallaba durante horas en las noches de insomnio, (el cual, por cierto, coincidió con esto, aunque recordemos que se fue antes) pero las delgadas franjas carmesí seguían allí. Quise hacer una cita con algún médico para saber de qué eran síntoma, sin embargo, por falta de tiempo, no pude. Había estado utilizando guantes todo ese lapso y tendría que seguir haciéndolo para no llamar la atención, pues parecía que hubiera sangre coagulada entre mis dedos, para mi buena suerte el crudo invierno me permitía tal exquisitez.
El viernes en la noche, supongo que algo nervioso y sin tener nada mejor en qué pensar bajo las sábanas, me puse a compararlas: a mi ex y a mi colega, y descubrí que tenían demasiadas cosas en común. Aunque la noticia en el fondo no me sorprendía, el entusiasmo voló de inmediato. Ahora sólo iría a la cita con la idea de cumplir con un compromiso y largarme.
Me vestí casual para el encuentro, bastante casual diría, no me puse los guantes y usé una gorra, jeans, tenis sucios. Salí con treinta minutos de anticipación porque no me gusta hacer esperar a la gente. Cuando llegué al bar tomé una cerveza mientras la esperaba, de pronto una nostalgia extemporánea se pegó a la botella y de ahí pasó a mis dientes y a mis tripas, luego pedí otra, ésta traía consigo cien histéricos caballos de fuerza, luego otra que también me supo buena. Las manos y los ojos se me humedecieron. Luego, cuando habían pasado cuarenta minutos y ella aun no llegaba, pedí tequila. Sonó mi teléfono justo cuando el mesero venía con el vaso y dos rebanadas de limón. Noté de qué modo tan grotesco miraba mis dedos sucios sosteniendo el celular, pero no me incomodó, ya me iba y no habría propina para el mirón. Le pedí la cuenta con una floritura y respondí a la llamada. Era ella, la colega linda que me dejó plantado, Hola, me dijo, ¿Puedes venir al hotel? Tengo algo que decirte, ¿A cuál hotel?, le pregunté, Al de siempre, su voz sonaba idéntica a la de mi ex novia, ¿Misma habitación? quise saber y un escalofrío de ultratumba me recorrió la espalda, Sí, no tardes, por favor.
Colgó, y, guiado por una voz interna que me hablaba desde fuera, salí a encontrarme con ella a un hotel que conocía muy bien. Vi su coche en el estacionamiento y busqué un espacio alejado para estacionar el mío, algo no me cuadraba. Las piernas me pesaron como dos lápidas de mármol al bajar del coche, aun así, fui a la habitación de inmediato, ya sabía con certeza qué número. Toqué a la puerta medio sofocado por la carrera pero nadie me respondió. El pomo no tenía el seguro puesto, abrí y me asomé por el resquicio, no había nadie, llamé otra vez, nada. Entré cerrando la puerta suavemente y eché un vistazo atrás por el visor: vacío el pasillo.
Al voltear, me invadió un horrible vértigo. Allí estaba mi ex novia completamente humedecida su bella cara pálida en un charco de su propia sangre, su otrora resplandeciente piel ahora lucía martajada e irreconocible, lívida. En lugar de salir corriendo, corrí, pero al baño a vomitar, me salpiqué los ojos, el rostro, las manos, y, sorprendentemente, esta vez las manchas desaparecieron, no las vi borrarse lentamente con el agua, sino sólo desaparecer como una ilusión óptica barata.
Después, volví a casa con el ánimo abatido, no todos los días se pone fin a una relación de ocho años, y mucho menos con la desvergÁ¼enza de ella. Mi mente se llenó de nieve, de engrudo, qué sé yo, al escucharla maldecir a mi madre dentro de aquella habitación asquerosa cuyas paredes no eran dignas de recibir ni el eco de su nombre, me daba a escoger entre las dos, la muy perra. Chaparrita, ¿por qué tuviste qué hacerlo?
Durante algunos días no concilié el sueño, la pringue escarlata volvió a mis manos, pasaba las noches mirando el techo, embriagándome, escuchando música ranchera, en suma: echándole sal a la herida. Hasta que, una noche, un tonto efecto personal para el cabello que hallé tirado en la memoria me hizo despreciarla y no extrañarla más.