Para entender qué nos ha llevado a la crisis financiera actual, es necesario remontarse en el pasado hasta el fatídico 11 de septiembre de 2001, fecha que ha quedado grabado en la historia por ser el día en el que el corazón financiero de la economía mundial sufrió un verdadero «infarto» tras el derribo de las torres gemelas de New York. La economía estadounidense a partir de ese momento ya no fue la misma, sufrió un verdadero bloqueo del suministro de oxigeno financiero que posteriormente se trasladaría al resto del mundo. La Reserva Federal estadounidense (Fed) no tardó en reaccionar inyectando liquidez a la economía, expandiendo el crédito a través de unos bajos tipos de interés que llegaron al 1% durante dos años. Esta inyección de crédito originó que durante el período 2001 a 2006 se engendrara la peor burbuja inmobiliaria de los Estados Unidos.
Pero no sólo fue la Fed dirigida por Alan Greenspan la que favoreció el crédito barato, para animar su economía. El Banco Central Europeo muy vinculado a las decisiones monetarias estadounidenses, fundamentalmente en lo que respecta a los tipos de interés, hicieron otro tanto de lo mismo y redujeron también los tipos de interés, llegando hasta el 2% en el período desde 2003 a 2005. Estas medidas y las de otros países a un lado y otro del atlántico impulsaron rápidamente la demanda y el crecimiento mundial. La percepción distorsionada de la realidad generó inversiones equivocadas, en la que cayeron no sólo empresarios, sino también algunos gobiernos, fundamentalmente socialistas y pro keynesianos, que encontraron dinero fácil con el que conseguir animar su economía a través de un mayor gasto de consumo público. Estos dos elementos desafortunadamente se sucedieron también en España.
La economía española que por aquel entonces había ralentizado su crecimiento en 2000 a 2002 del 4% al 2,7% anual, recibía un balón de oxígeno envenenado de los bancos centrales, y junto con un impulso adicional del gasto de gobierno, hizo que nuestra economía remontara el vuelo hasta alcanzar un crecimiento del 4% en 2006 y 3,6% en 2007, años en los que el déficit público incluso pasaría a convertirse en superávit del 2% en 2006 y el 1,9 en 2007. Sin embargo, este crecimiento de nuestra economía a través de una mayor demanda era «ficticio» y no tardaría en derrumbarse, llevándose consigo a numerosas inversiones y haciendo tambalear economías aparentemente boyantes como la española o la irlandesa. El impulso de la demanda también llevó a que la economía española precisara (hasta 2007) mano de obra urgentemente para poder acometer sus nuevos proyectos empresariales, fundamentalmente del sector de la construcción, y con el fin de evitar que los precios crecieran se dejó vía libre a la inmigración.
Cuando me refiero a que este crecimiento de la demanda como ficticio, lo que quiero decir es que fue un crecimiento irreal y animado principalmente por el crédito barato, así como por el incremento de los gastos públicos impulsados también por los bajos tipos de interés. Ambos impulsos sobre la demanda no tardarían en replegarse cuando la liquidez internacional se secó, pues la mayoría de ese crédito provenía del exterior, dejando al descubierto las vergÁ¼enzas propias de aquellas economías más intervenidas y con bajísimos niveles de ahorro nacional, como la española. Si por aquel entonces en vez de estimular la demanda para que creciera la economía utilizando más gasto de consumo de gobierno, se hubiera incentivado el ahorro nacional y optado prudentemente por una política fiscal que frenara la demanda (política restrictiva) como compensación a la política monetaria expansiva provocada a través de la expansión del crédito, ni hubieran subido los precios, ni probablemente hubiéramos comprometido nuestro presupuesto público hasta el punto de llegar a tener el 11,2% de déficit en 2009. Tampoco hubiéramos tenido unos pagos por intereses de la deuda que a fecha de hoy son de tal magnitud que se acercan a los pagos que se tienen que realizar para hacer frente a las prestaciones por desempleo. Estos intereses han pasado a convertirse en un verdadero obstáculo para mantener el déficit bajo control, debido sobretodo a los mayores tipos de interés que se deben pagar al elevarse la prima de riesgo-país. Algunos otros países recientemente han llegado a plantearse incluso su «salida del euro» por la elevada dependencia de la financiación exterior, como en el caso de la economía portuguesa.
Con unos tipos de interés altos las dificultades para reducir el déficit aumenta y deja sin capacidad de reacción a los responsables de la política económica, a no ser que planteen recortes importantes del gasto. La elevación de los impuestos no siempre es posible en una economía en depresión, pues tampoco garantizan una mayor recaudación. No se trata por tanto, de estimular la demanda para conseguir crecimiento, como promovió el gobierno socialista hasta hace bien poco, amparados eso sí en propuestas de economistas keynesianos, sino más bien se trata de garantizar un crecimiento real de la economía a través de reformas estructurales que permitan reducir la participación e intervención del Estado en la actividad económica, limitando los gastos, pero también recortando impuestos para dar mayor importancia al sector privado, además naturalmente, de reducir todas las regulaciones intervencionistas y burocráticas del Estado y sus Autonomías. Estas medidas son las únicas que pueden dar frutos a la hora de generar capacidad económica real.
Si no queremos ver comprometido el presupuesto en todas y cada una de sus cuentas que la componen: desde el sistema de pensiones, las prestaciones por desempleo, o las inversiones públicas en infraestructuras, etc. Es decir, si queremos garantizar el futuro de nuestro llamado Estado del bienestar, no podemos dedicarnos a consumir anticipadamente lo que no tenemos, ni mucho menos a despilfarrar sin pensar que los déficit continuos lo único que consiguen es menor liquidez para la economía y un volumen de deuda cada vez más difícil de manejar (y de conseguir actualmente); y que además finalmente los pagos por intereses acumulados limitan y comprometen también otras partidas importantes de nuestro presupuesto público, siendo necesarios tarde o temprano, ajustes salariales y recortes en nuestras pensiones.
Tampoco se trata de consumir menos y exportar más, como propone el nuevo ministro de Trabajo Valeriano Gómez. Es decir, no se trata de sustituir ahora demanda interna por demanda externa para conseguir que la economía crezca, se trata básicamente de alejar el peligro de unos pagos por intereses de la deuda que comprometen, no sólo la futura política fiscal y la liquidez de la economía, sino, lo que es peor aún, los compromisos sociales con los desempleados y a los jubilados, y eso sólo se consigue limitando el tamaño de nuestras Administraciones Públicas, así como el gasto que el Estado y sus Autonomías generan. Tampoco se trata como dijo en Shanghai la ministra de Economía y Hacienda, Elena Salgado, que dado que es «muy deficitaria la balanza comercial con China» espera que las empresas españolas «puedan invertir en China». Es decir, que no se trata de que como somos insuficientemente competitivos, a partir de ahora sea mejor deslocalizar nuestras empresas o realizar nuestras inversiones directamente en China en vez de en España, pues que yo sepa, eso no crea puestos de trabajo donde nos hace falta, es decir, en España.
Gunther Zevallos
Secretario Gral pCUA
Vicepresidente Proyecto Liberal Español