Demasiado rojo. Gustavo Dessal. Editorial El Nadir.
«Viajar con Ramón era divertido, pero nos sometía a un régimen militar, íbamos de visita a Londres, a Viena, a Roma, y había que levantarse a las seis de la mañana y conocerlo todo mejor que los habitantes locales, un maniático del tiempo, el tiempo era una cosa que lo obsesionaba, aunque casi nunca hablaba de eso, pero se comportaba como alguien que le disputaba una carrera mental a la vida».
«Nos hemos quedado solos». Página 29.
«No existe fervor más egoísta que el amor de los padres».
«Nos hemos quedado solos». Página 29.
«En suma, aprendí que eran los adultos quienes estaban locos y perpetraban en los niños el crimen que sus padres habían cometido con ellos: obligarlos a ir a la escuela».
«Los nombres del padre». Página 106.
«Sí, sí, por supuesto que al lado de lo suyo todo eso es basura, pero no me diga que no se ha dado cuenta que ahora estamos en el reino de la basura, la tele basura, la comida basura, faltaban los juguetes basura».
«Que vienen los indios». Página 131.
No sé si, al hablar de Demasiado rojo, se puede hablar de influencias, pero, como lector son múltiples las evocaciones. La invención de Morel, de Bioy Casares, autor de la esfera de Borges, con sus personajes congelados en el tiempo, grabados en una representación en 3D, como si les hubieran robado el alma, se me vino a la mente al leer «Nos hemos quedado solos», donde un hombre desaparece tras tener la extraña experiencia de verse a sí mismo en el pasado, como si pudiera tocarse, como si se estuviera reproduciendo la misma escena feliz con su esposa e hijas, años después.
«El cielo no ha concluido aún su lenta metamorfosis, los bañistas se han ido retirando despacio, cansados, llevando consigo el equipaje playero y sus cuerpos enarenados, y nosotros nos demoramos, porque se sabe que ésta es la mejor hora, la hora en la que la luz se dulcifica y la brisa de fin de agosto trae el frescor anticipado del otoño».
Nos hemos quedado solos. Página 26.
A Max Aub y sus Crímenes ejemplares (absurdos, casi imposibles de creer pero precisamente por ello tan humanos) me remite el cuento que da título al conjunto. Porque a veces una pequeña obsesión puede ser la clave de una psicopatía que acaba en muerte o malos tratos:
«El violín y el bandoneón hablaban en su jerga, mientras el humo y el alcohol espesaban el ambiente, que solo así se volvía propicio para gozar del baile y velar los cansancios que el tiempo había depositado en los rostros […] Ella los quería así, machos y fuertes, porque opinaba que una mujer de verdad solo relumbra a la luz de un hombre capaz de matarla. Los que la adoraban, los que aguantaban la respiración cuando la apretaban en la pista, esos no tenían esperanza».
Demasiado rojo. Página 12.
Este cuento, como puede verse en el fragmento anterior, podrá quizá tacharse de poco políticamente correcto, por aquello de representar mujeres que «buscan» hombres que las minimicen, que las «dominen», que las posean y por lo tanto dispongan de sus vidas, como se puede disponer de un objeto y destruirlo o arrojarlo a la basura a conveniencia… O casi mejor dicho a capricho. Con independencia de que sean mujeres de notables virtudes, admiradas y deseadas por hombres que creen en una sana relación entre iguales. Pero esa realidad existe, esas mujeres, esa cultura o contacultura existe, y ahí entroncamos con otra de las características (yo diría incluso virtudes) del libro, y es que, a pesar de su exageración a veces literaria, los cuentos son de una verosimilitud escalofriante, posibles en nuestro día a día: las familias que se echan -de unos miembros a otros- la culpa de una tragedia, con medios de gran crueldad psicológica; las familias destruidas por la nostalgia; las familias a las que una desgracia física o psicológica en uno de sus miembros destruye lenta e inexorablemente.
Pero si hay una evocación que podría estar sobrevolando gran parte de este universo de relatos es, para mí, la magnífica y casi olvidada: Carmela Saint-Martin (Carmen Navaz), cuyos relatos son tan negros que tienen tintes de pozo, sin olvidar un cierto humor macabro pero inevitable. Ahí está «Adelina», para mi gusto, el más terrible de todos los cuentos, con un final tan demoledor como irónico. Aunque «Día de gracia» y «Que vienen los indios» son igualmente duros de encajar, no resultan tan demoledores. La tristeza de «Día de gracia» se atenúa con un final de poema noria, o casi, donde la metáfora de la muerte como umbral a la nueva vida hace que sea asumible algo que, por muy doloroso que sea, sucede todos los días. Por otra parte, la decadencia de «Que vienen los indios», el proceso espantoso de aquellas profesiones artesanales que han ido desapareciendo por la presencia abaratadora del plástico y el capitalismo productor de objetos en serie, es también terrible pero hay un humor menos negro, menos macabro.
Con todo hay una omnipresencia en el libro y no es otra que un lenguaje magnífico, bien elegido, siempre en función de unos relatos que llegan a su destino impolutos, impecables. Un uso perfecto del lenguaje, como Literatura del XIX actualizada. Un gran libro de grandes relatos para los que hay que preparar la garganta… ¡Y el estómago!