Permanecieron durante unos días en aquel monasterio tan bien asentado en la ladera de la montaña. Ricas aguas, buenos vientos y la orientación correcta que permitía protegerse de las inclemencias del invierno y aprovechar el sol en primavera y en otoño.
Más de un centenar de monjes trabajaban las tierras y desarrollaban una vida de comunidad que les hacía autosuficientes. Tejían, hilaban, curtían y encuadernaban, al tiempo que preparaban fórmulas tradicionales con las hierbas de los alrededores. Sus medicamentos eran muy apreciados en la Corte de Pekín.
El Abad pidió al Maestro que se detuviese unos días para comentarles las paramitas, o camino de perfección: dar, disciplina, paciencia, energía, meditación y percepción interna.
El Maestro se ocupó en comentarles las tres clases de dar, según el budismo tradicional: dar ayuda material, dar seguridad y dar educación. Pero, en la noche, antes del gran silencio, se explayaba en la suprema forma de dar, en el no-apego.
– Maestro, – le dijo un día Ting Chang, que disfrutaba con ese improvisado retiro -, me da una gran paz que no insistas tanto en la muerte de los deseos como en el no apego a los mismos.
– Es que sin deseos no puede haber vida, – respondió el Maestro -. Una vez más, se ha desorbitado el pensamiento del Buda por seguidores incapaces de asumir la contradicción que nos sostiene vivos.
– El no-apego supone aceptar nuestra realidad sin asombrarnos por nuestros fallos.
– ¿Qué fallos, Ting Chang, amigo? Así denominan a lo que no concuerda con las normas establecidas para mantener estructuras de poder que les protegen del miedo a dejar de ser, del miedo a la muerte. Pero también debemos cuidarnos de no apegarnos ni al desapego. Recordadme que os cuente un día la historia de Suiwo, un Buda borracho.
– Entonces, – intervino Sergei -, ¿por qué me siento culpable cuando me escapo para visitar a la viuda de Nanking y a beberme su rotundo vino?
– Por eso, Sergei, porque te escapas.
J. C. Gª Fajardo