Solvencia, dotes narrativas infrecuentes, sobresaliente sustrato intelectual, o sea, bagaje: porque hay que saber contar para que lo se escribe se lea conforme a lo que se sugiere en la escritura: una narración no es otra cosa que la manera de contar una historia para que adquiera sentido. Noble y difícil empeño si, véase la actualidad, se confunde, con aplauso y recompensa, talento con toco-mocho y sabio con canta-mañanas.
El padre Zaberri, Lorenzo de Nora, don Artemio, el hermano Benigno, Santos Estráviz; desde luego Luis Murillo en la hora santa. Personajes varios: enigmáticos, bien perfilados, a veces nada más que una silueta definida a medias; otros quizás repensados mientras los escribía; paradigmas o matices en la intrahistoria relatada (inconsciente colectivo): novicios, apostólicos, hermanos (casi) todos. Y ello alrededor, y dentro, de la memoria errante: así se mueve lo que se cuenta con pasaporte (auto)biográfico.
El ritmo, sostenido (un logro), sin inflexiones ni perezosas vistas al tendido. La anécdota de la beatificación y el descubrimiento del nombre del padre que pretextan la lectura: tramas perversas, turbias, claustrofóbicas. Precaria y dañina educación sentimental, revelaciones, decepciones, deserciones, los abismos recónditos del misterio que somos, y todo debajo, muy debajo, del pater noster, de los himnos, letanías, gregorianos, templos, altares, pupitres, encerados y los cánones indemostrables. Y la inocencia que Murillo arrastra desde su origen, y el subsiguiente escalofrío de la emoción. Tranca y contención irónica, elegancia estética, depuración en el lenguaje.
El vector tiempo, manejado con puntillo (percepción inmediata de la totalidad en un instante en el que todo es simultáneo), y que es el hilo que ata y desata ese nudo. Porque esta excelente y decisiva novela es un circuito cerrado que circula en una u otra dirección, modificando lo que antecede y, a su vez, son los antecedentes los que conducen al final. Un historia interminable, reflexionada (verbigracia: el sentido del violín, de la música como cenit), muy dura (más en el contexto que en el argumento); sin duda más próxima para quienes conocemos de primera bofetada y reglazo qué era una congregación lasaliana, la relevante diferencia entre un hermano y un cura, y lo que representaban los jueves por la tarde. Y desde una prosa intensa, muy intensa; un inmersión lúcida dotada de esfuerzo, intimidad y capacidad de sugerencia. Y eso, hoy más que ayer y menos que mañana, es una muy grata y bienvenida noticia.
Resonancias y conexiones permanentes, trasladadas con esa especial sensibilidad para captar y describir (el autor, de amplio y notable recorrido intelectual, puede presumir del nerudiano confieso que he vivido) un mundo cerrado, denso, hipócrita, cruel, pero, por supuesto, humano, esencialmente humano. Destaca la verosimilitud en la descripción y el relato meticuloso, brillante, de lo acontecido, posponiendo solemnidades categóricas y relegando revisiones anti-históricas.
Diálogos construidos para intercalar y proponer el trasfondo ideológico, su complejidad y extensa vigencia. Literatura, o sea: transmitir desde la palabra incardinada, sea en frases sea en párrafos, el sentido y sinsentido de una historia; que estructura y significado se amolden a la complejidad vital del ir y venir de los personajes, del argumento, porque la función de la ficción es tratar de ser testigo de todo esto. Literatura, es el raro caso de esta magnífica novela.