Un relato sencillo, contenido y a la vez vasto al mostrar manifestaciones humanas tan cruciales y cercanas como el amor, el honor, la dignidad o el deber en un sobrio retrato de época, de idílica sutileza y en continuo efluvio de serenidad. Así me gusta describir El Ocaso del samurái, la fascinante obra dirigida por Yoji Yamada y un descubrimiento más que grato en mi perpetua indagación de la expresión audiovisual.
El largometraje nos cuenta el diario vivir de Seibei Iguchi, un guerrero samurái del clan Unasaka y quien trabaja muy duro como burócrata de rango inferior. Lo hace tan solo para cuidar a su anciana madre y a sus dos hijas, su única familia, pues ha quedado viudo recientemente. Un hombre humilde que persiste a toda costa ante la crisis y la hambruna a su alrededor durante los últimos años de la era Tokugawa, en plena transición al periodo Meiji, a mediados del siglo XIX. Sin embargo ciertos eventos dentro de su clan, a causa de una convulsa crisis política en el país, pondrán a prueba su valía como guerrero, arriesgando su vida con la incertidumbre y el miedo por dejar atrás a los seres que ama.
Dentro del caos y el declive en los Shogunatos, en medio de las conspiraciones e inminentes guerras entre clanes en aquel agitado tiempo, Yamada está más interesado en narrar con soberbia destreza el acontecer cotidiano de su protagonista. Por ello genera una natural empatía hacia un individuo que en su interior jamás quiso amoldarse y ser él mismo, más allá de los títulos oficiales o de la fama efímera en la batalla; reafirmando a su manera los arraigados valores y convicciones de su ética (identidad). Pero aquello seria mal visto por los sectores conservadores de ese entonces y sus delineamientos en una sociedad egoísta e indiferente, donde alguien que se preocupa por otros y da prioridad a su familia como Iguchi -que apenas sobrevive dada su precaria situación- es sinónimo de “radical transgresor” al cuestionar, desde la razón, el orden social establecido de un entorno tan adverso, cruel, rígido y represivo. Además la película consigue del espectador esa identificación inmediata por su concreta y efectiva narrativa clásica, provista de implícitos y delicados matices en su dramaturgia convencional pero relevante.
En general se percibe genuina y sincera. Las situaciones fluyen sin forzar motivaciones ni apelar a excesivos efectismos; si están presentes, son los precisos y disimulados en beneficio de la correcta inmersión. No obstante, realmente se destaca por ofrecer creíbles atisbos de esperanza surgidos de experiencias orgánicas, carentes de alteraciones artificiales y edulcoradas en el tono, síntomas del mal melodrama. Todo es consecuente por las acciones y decisiones de unos seres en constante devenir y trasegar por los, en ocasiones, duros acontecimientos. Aunque es menester señalar que Yamada se limita a contemplar todo ello, sin guiar demasiado al público para evitar intervenciones sesgadas o parciales interpretaciones. Exhibe los elementos tal cual se ven plasmados.
Posee un lenguaje sosegado pero directo, con encuadres elegantes y cuidados en un minimalismo de significativa degustación. Cada gesto, movimiento y acción transmite sensaciones o emociones que sí traspasan su puesta en escena. Sencillamente un drama honesto en su observación de la condición humana; de la cual vale la pena recordar algunos de sus aspectos positivos, después de todo, a veces se nos olvida que hay alguien detrás de la armadura y que no necesita una katana para ser escuchado.
Áscar Alejandro Cabrera Sánchez